La plaza de la Corredera (Notas cordobesas)

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Artículo sobre la plaza de la Corredera incluído en Notas cordobesas (Recuerdos del Pasado) que Ricardo de Montis publicó en Diario de Córdoba.


Pocos lugares de Córdoba evocan los recuerdos del pasado con tanta intensidad como la plaza de la Corredera.

Ese extenso paraje, rodeado de antiguas y simétricas construcciones que perdieron parte de su armonía á causa de dos formidables incendios, con sus arcadas y soportales, con sus balcones corridos, con sus ventanas casi cuadradas, habla al espíritu observador de otras épocas llenas de poesía y tiene un dulce encanto para el enamorado de la historia.

Allí, con poco esfuerzo, la imaginación compone los cuadros de los torneos, en que héroes como el Gran Capitán, don Alonso de Aguilar y otros muchos demostraban que eran tan diestros en las justas, disputándose el premio por su dama, como en la guerra luchando con ardimiento por su Dios y por su Rey; vé el acto solemne de la proclamación de Felipe V; asiste á la jura de banderas por nuestros bizarros ejércitos y se regocija con las funciones de fuegos artificiales en honor de los Soberanos y con aquellas interminables fiestas de toros, que duraban casi todo un día, en las que hicieron gala de su valor y destreza Montes, Pedro Romero, Cuchares, Panchón, el Chiclanero y otros diestros de la antigüedad quienes mataban seis toros de ocho años en cada corrida lidiábanse doce ó dieciseis por la exigua cantidad de doscientos reales, según consta en algunas cuentas que se conservan en nuestros archivos.

Y la fantasía nos traslada al primitivo mercado de los jueves, fundado por Real cédula de Carlos V en el año 1526, al que concurrían casi todos los cosarios de la provincia y en el que asediaba al comprador, para llevarle las cestas ó los fardos á cambio de unos cuantos maravedises, una verdadera turba de muchachos vagabundos, envueltos en sus mantas, por lo que el pueblo llamábales manteses ó mantesones, palabra genuinamente cordobesa, con la cual aún se designa á la gente perdida y de malas costumbres.

Y después, ya en nuestros tiempos, recordamos el mercado al aire libre de hace pocos años, que en periodos de lluvia, con sus enormes sombrajos de lona, semejaba un campamento, y rememoramos con tristeza los días de nuestra infancia ya remota en que, al aproximarse la Navidad, íbamos á la Corredera para solazarnos con la contemplación de los puestos de zambombas, panderetas y toscas figurillas de barro y para adquirir el misterio y los pastores que habían de constituir el Nacimiento, uno de los sueños dorados de la niñez venturosa.

En la plaza y en sus alrededores por la época á que nos referimos, había establecimientos é industrias que lograron merecida fama y popularidad; la fábrica de sombreros de aquel gran filántropo que se llamó don José Sánchez Peña, montada en vetusto edificio que fué prisión en tiempos remotos; la primitiva tienda de quincalla de Córdoba, denominada Fábrica de cristal, porque su laborioso fundador empezó vendiendo objetos de vidrio y de hojalata que el mismo construía; los talleres de los esparteros, instalados exclusivamente en estos lugares y que dieron nombre á la calle Espartería; los clásicos mesones que evocaban el recuerdo de siglos pasados; los bodegones con sus mesas llenas de mal oliente bazofia; los puestos de loza basta y de jarras y botijos de La Rambla; el escritorio ambulante del memorialista; las mesillas de los zapateros remendones y de las chindas, nombre con que solo en nuestra capital se designa á las vendedoras de los despojos de reses.

En el Arco bajo las prenderías y los baratillos, manifestación pública de la miseria y recipientes de toda clase de gérmenes morbosos; más allá la renombrada pastelería del Socorro; pasando el Arco alto las tiendas de tejidos baratos y de ropas hechas para la clase pobre, con sus fachadas llenas de bombachos, blusas, alpargatas, prendas interiores y gorras de quinto; los tenderetes de los vendedores de relaciones y romances que los extendían en las aceras y los colgaban en cuerdas sujetas con clavos á las paredes; en la calle Ayuntamiento las banastas llenas de flores, que semejaban trozos arrancados á los huertos cordobeses ó á nuestra incomparable Sierra; en la plaza del Salvador los almacenes de calzado de recio cordobán, con sus zapateros de relucientes calvas, entre los que sobresalía el maestro Tena, un hombre casi analfabeto, no obstante lo cual era un prodigio como numismático, y en todas aquellas inmediaciones las clásicas tabernas con su sello especial que las distinguía de todas las del resto de España.

A aumentar la animación propia de la Corredera en las horas de mercado, en que la invadían ancianas despenseras, frescas mozas y hombres chapados á la antigua, ocultando el canasto para la compra bajo la capa hasta en el mes de Agosto, contribuían y contribuyen los trabajadores del campo que por las mañanas congréganse en la plaza del Salvador y en Sus contornos, donde se conciertan los ajustes con los amos y se arreglan las viajadas.

Y por todos los lugares indicados desfilaban los tipos más característicos de nuestra ciudad: el vendedor de El Cencerro, periódico que le arrebataba el pueblo en la época de la revolución, pues no había cortijada donde no se leyese de sobremesa; Antonet con su guitarra y sus canciones; Castillo, el expendedor ambulante de específicos, que tan pronto se presentaba en lo alto de su mesilla con bata y gorro griego como vestido de hebreo ó de moro; el tonto Miguelinzo con su acordeón; Torrezno, el mendigo idiota, confidente de Zugasti durante su campaña contra el bandolerismo andaluz, y otros muchos que podríamos enumerar.

Y en tiempos de agitaciones políticas aparecía también en tales sitios, arengando á las masas con voz retumbante, don Francisco Leiva, aquel infatigable orador republicano de contestura atlética que tomó parte como voluntario en la celebre batalla de Alcolea y después escribió la obra más completa que se ha publicado relativa á tal episodio de nuestra historia.

Dominando el ruido ensordecedor de los pregones, de los cantares, de la charla, de los carros, la campana de la iglesia de San Pablo llamaba á los fieles, y vendedores y compradores, todo el pueblo, siempre católico, muchas mujeres cubriéndose la cabeza con el delantal ó con el pañuelo de mano á falta de mejores tocas, acudían al templo para oir la primera Misa al padre Cordobita, aquel respetable anciano, verdadero manojo de nervios, que llegó á ser una institución en nuestra capital.

Y no había jóvenes que después de pasar la noche de serenata ó de fiesta, al retirarse á sus casas, dejaran de visitar la Corredera, así como de ir en busca de Navas, el guarda particular de la calle Almonas, arsenal ambulante de toda clase de armas, para darle una broma pesada ó recordarle la ocasión en que le hicieron creer que hablaba por teléfono con su padre, muerto hacía muchos años.

Fiesta memorable para el vecindario de la plaza era la procesión de la Virgen del Socorro.

Pocos actos religiosos han inspirado en Córdoba el entusiasmo que aquel.

La noche en que se celebraba ofrecía la Corredera un golpe de vista hermoso.

Ocupábala una inmensa muchedumbre, compuesta en su mayoría por gente del pueblo; los innumerables balcones y ventanas que le imprimen un sello característico, casi todos engalanados con pintorescas colgaduras, hallábanse repletos de hermosas mujeres que cubrían sus bustos con el airoso mantón de Manila y ostentaban entre el cabello un diluvio de flores.

El alegre repique de las campanas, el incesante estallido de los cohetes, anunciaban la llegada de la procesión; á poco el Arco bajo inundábase de luz, aparecía en el la imagen venerada, y aquella multitud, ebria de gozo, de fervor, prorrumpía en delirantes, vítores, que no cesaban un momento hasta mucho después de haberse alejado la comitiva.

Desde la torre de la fábrica de sombreros de Sánchez Peña enfocaban á la Virgen con una luz eléctrica, que por ser entonces poco conocida llamaba extraordinariamente la atención de las personas sencillas, y la efigie, bañada en resplandores, recorría magestuosa la plaza y parecía que entre sus labios carmíneos vagaba una sonrisa de satisfacción, la sonrisa con que la madre acoge las caricias y los halagos de sus hijos.

Después había fuegos artificiales, cucañas, bailes, rifas y otras diversiones y algunos años se completó el programa con un espectáculo sensacional: los arriesgados ejercicios del celebre funámbulo Blondin que atravesaba la plaza sobre una maroma, sujeta á los balcones más altos, llevando, para que le viesen bien, dos grandes antorchas en los extremos de su balancín.

Hoy todo esto ha desaparecido, y la Corredera, con la construcción del Mercado en su centro, ha perdido el carácter primitivo, dejando de ser una de las plazas más pintorescas de España.

Pero el progreso se impone y en aras de él hay que sacrificar todo, lo que significa tradición, aunque nos cueste gran trabajo y nos produzca honda pena á cuantos hemos pasado ya los linderos de la juventud.

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