Plaza de Jerónimo Páez (Rincones de Córdoba con encanto)

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1. La capital
Rincones de Córdoba con encanto
Francisco Solano Márquez (2003)
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Plaza de Jerónimo Páez / Entre palacios y arqueología

La plaza de Jerónimo Páez, antigua de los Paraísos, ofrece dos lecturas. Una, la plaza propiamente dicha, con sus antiguos palacios de los Páez de Castillejo y de Casas Altas; otra, el interior del Museo Arqueológico, donde las piedras hablan para contar la historia de Córdoba, y en cuyos patios el tiempo parece congelado.

Una calzada central divide la plaza en dos. La de la izquierda es como el patio exterior del antiguo palacio de Casas Altas, popularmente conocido como Casa del Judío en recuerdo de Elie Nahmias, judío francés enamorado de la ciudad –“Córdoba es mi novia”, me confesó una tarde– que lo adquirió y restauró con la ayuda de los arquitectos Félix Hernández y Rafael Manzano, y lo habitó, hasta su muerte, algunas temporadas. Subraya la esquina con Horno del Cristo una graciosa torre cubierta embozada en celosías ante la que montan guardia corpulentos cipreses. Cuadrículas de adoquines alternan en el pavimento con el empedrado, mientras que en los blancos muros se despliegan una fuente adosada con mascarones en sus caños, un sobrio busto de Lucano –el poeta cordobés autor de La Farsalia– y, sobre todo, la portada neomudéjar, arropada por una buganvilla, con artísticas puertas de madera tallada procedentes de un derruido palacio foráneo, que efigian a Fernando III el Santo y a Pedro I el Cruel.

La Cuesta de Peromato –la calle “más pendiente que existe en toda Córdoba”, según averiguó don Teodomiro– evoca en su topónimo el drama pasional desencadenado en 1556 por un marido burlado, y remonta la colina, escalonada y pintoresca.

En la vertiente derecha de la plaza, bordeada por poyos de mampostería, regala la arboleda acogedora sombra, entre la que destacan por su rareza y altura tres casuarias o pinos de París. Las sombras del ramaje se proyectan sobre la erosionada portada del antiguo palacio de los Páez de Castillejo, transformación renacentista de un precedente palacio mudéjar en la que intervinieron el segundo Hernán Ruiz y Sebastián de Peñarredonda. La fachada da carácter a la plaza, hasta el punto de convertirla en “prototipo de rincón renacentista”, según la apreció el poeta Ricardo Molina. En 1942 el Estado adquirió el palacio, en el que veinte años más tarde inauguró el Museo Arqueológico, tras una lenta restauración dirigida por el arquitecto Félix Hernández.

Guarda el museo indelebles huellas de las culturas que han sustentado la historia de la ciudad, principalmente romana y árabe. Nada más entrar en la casa, su patio del Estanque exhibe colosales basas, fustes estriados, capiteles corintios, robustas cornisas, venerables togados y austeros sarcófagos excavados en bloques de piedra. El estanque es un verdoso espejo amenizado por nenúfares y surtidores, cuyo rumor se enreda con el lenguaje de los pájaros que habitan los viejos árboles de la vecina plaza.

Una escalinata recorrida por cinco blancos arcos de medio punto cierra el patio de recibimiento. La inmediata galería cobija esculturas, mosaicos y ánforas. Entre aquéllas destaca Afrodita agachada –diosa griega del amor, llamada Venus por los romanos–, que parece recién salida del estanque, al que mira de soslayo. Es una excepcional pieza del siglo II, copia romana de un modelo helenístico, procedente de la calle Amparo, que pudo decorar una construcción relacionada con el agua: fuente, ninfeo o termas. Una obra bellísima en su delicado erotismo

Hermosa es la colección de mosaicos dispuestos en los muros, fechables en los siglos I y II, que revelan el lujo de las villas y mansiones romanas, como el Cortejo báquico o Las cuatro estaciones. No faltan las ánforas, globulares, para transportar el preciado aceite, o alargadas, destinadas al vino, productos exportados a Roma en tan copiosa cantidad, que, como es bien sabido, la colina Testaccio, junto al Tíber, se formó amontonando millones de envases olearios, la mayoría procedentes de la Bética.

A continuación se abre el patio principal, señorial recinto recorrido por un doble claustro de arcos rebajados. La pieza más notable de esta zona es el sarcófago paleocristiano, del primer tercio del siglo IV, que fue hallado en 1961 en la Huerta de San Rafael, cuya cara frontal ilustran escenas bíblicas. Desplegada por las galerías puede admirarse una colección de retratos marmóreos, entre los que destaca la apuesta cabeza de Druso el Joven, hijo de Tiberio. Un pequeño patio interior muestra in situ un testimonio del Teatro romano, situado bajo la colina –el mayor de Hispania, con 124 metros de cavea–, cuyos vestigios incorporará al museo tras una paciente excavación.



Referencia

  1. MÁRQUEZ, F.S.. Rincones de Córdoba con encanto. 2003. Diario Córdoba

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