1879
Años: | 1876 1877 1878 - 1879 - 1880 1881 1882 |
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Siglos: | Siglo XVIII - Siglo XIX - Siglo XX |
- 26 de febrero. Llegada a Córdoba del General Martínez Campos
- 5 de octubre. Indulto del toro Murciélago por parte de Rafael Molina "Lagartijo", cediéndolo a David Miura, comenzando la estirpe y la fama de los toros colorados ojos de perdiz que aún perdura
- Demolición de la Puerta de Plasencia
- Alineación de la Calle Conde de Cárdenas
- Terminan unas importantes obras de remodelación en la iglesia de San Hipólito
Nacimientos
- 3 de febrero. Nace en Córdoba el historiador, político y profesor de Instituto y de la Universidad de Sevilla Antonio Jaén Morente.
Fallecimientos
Crónicas de la época. Visitas[1]
Al llegar a Córdoba, se abre la vista por una pradera tan espesa que se siente el deseo de no llegar nunca al fin de la jornada. Se descubre el costado de San Jerónimo, apoyado contra un monte como un noble inválido de la guerra de los siglos. Sobre la cima, las blancas ermitas parecen una bandada de palomas posadas en la sierra. Apenas llegamos al hotel Suizo, del que luego diremos dos palabras, pero dos palabras malas, nos dirigimos solos y sin guía a la catedral. Nosotros encontramos un gran placer en ver alzarse ante nuestros ojos uno de esos monumentos con los que tantas veces hemos soñado, sin que las frías palabras de un acompañante distraigan nuestra imaginación de la impresión que el monumento nos produce. ¿Qué nos podrá decir una guía? ¿Que se empezó a construir por disposición del kalifa Abd-el Rhaman? ¿Que se edificó sobre las ruinas de un templo godo? ¿Que en tiempo de Carlos V, y contra el deseo de la población, se concedió permiso para transformar la mezquita en catedral, levantando en el centro aquella especie de capilla gótica, que tan poca armonía guarda con el resto del monumento? ¿Que el pensamiento de su fundador fue evitar que los creyentes hicieran la peregrinación a la Meca, aumentando así el poderío de Córdoba la Sultana? Todo eso lo habíamos oído muchas veces. Lo que no sabíamos era la impresión que nos iba a producir. Por fuera, la catedral no nos dice nada. Ni tiene la grandiosidad del arte gótico, ni la sencillez de los monumentos árabes. Entramos en el Patio de los Naranjos, que es, sin comparación, mucho mejor que el de Sevilla. Los árboles tienen más hojas, más naranjas y más azahar. Sentados junto a una de las fuentes que hay en el patio, contemplamos aquellas gigantes palmeras de peladas copas que se empinan al lado de los naranjos como si quisieran competir en altura con la torre de la catedral. Al entrar, no se nos ocurría siquiera quitarnos el sombrero. ¿Era aquello, en efecto, una catedral? No lo parecía. Aquel bosque de columnas, todas distintas, con sus mal pegados capiteles; aquella interminable serie de dobles arcos de ladrillos blancos y rojos, que se desvanecen a lo lejos formando mil caprichosas perspectivas; aquella luz clara que penetra a torrentes por las ventanas y va descompuesta a través de los vidrios de colores, no pueden ser, no me lo parecían, las columnas, los arcos y la luz de una catedral. Estamos en un palacio árabe. Entramos en el Patio de los Naranjos, que es, sin comparación, mucho mejor que el de Sevilla. Los árboles tienen más hojas, más naranjas y más azahar. Sentados junto a una de las fuentes que hay en el patio, contemplamos aquellas gigantes palmeras de peladas copas que se empinan al lado de los naranjos como si quisieran competir en altura con la torre de la catedral. Al entrar, ni siquiera se nos ocurrió quitarnos el sombrero. ¿Era aquello, en efecto, una catedral? No lo parecía. Aquel bosque de columnas, todas diferentes, con sus mal pegados capiteles; aquella interminable serie de dobles arcos de ladrillos blancos y rojos, que se desvanecen a lo lejos formando mil caprichosas perspectivas; aquella luz clara que penetra a torrentes por las ventanas y va descompuesta a través de los vidrios de colores, no pueden ser, no me lo parecían, las columnas, los arcos y la luz de una catedral. Estamos en un palacio árabe. De aquellos arcos debían colgarse lámparas de oro, por entre aquellas columnas debían pasear gallardos mancebos cubiertos de blancos alquiceles, el sonido de cien músicas debía confundirse como los trinos de los pájaros en un bosque. Una zambra en aquel suntuoso salón pudo ser el espectáculo más maravilloso que ojos humanos vieran. Pero animaba a Abd-el Bhaman ardiente celo religioso, y dedicó a mezquita lo que pudo ser magnífico alcázar. La leyenda que trata de su fundación cuenta que se levantó un día Abd-el-Hliaman al amanecer, y llamando a su consejero le dijo: "El cristiano idólatra dice: 'Europa es la reina y Asia su sierva.' " El fiel musulmán exclama: "Del Oriente sale la luz. Alguna duerme en las tinieblas." "La Iglesia y el Islam se miran frente a frente, como el león y el tigre... En las montañas de Alfranc deja el tigre cauteloso la presa para la vuelta. En la ciudad de Constantinopla devoran las hogueras los monasterios, los monjes y los ídolos, y a los golpes de caudillo isáurico se va desmoronando Santa Sofía. Las hermosas hijas del Yemen celebran con zambras y cantares en sus almenas la victoria de los hijos de Ismael, que por la virtud del Koran se abren las puertas de Oriente y de Occidente." "No entregará Dios el mundo a los que lo profanan. Predicando penitencia, se enriquecen ensalzando la pobreza y se dan al libertinaje recomendando la caridad. Para ellos, los monasterios pobres y los sombríos; para nosotros, los jardines, el harén, los baños y las aljamas; aljamas revestidas en su interior de bruñidos jaspes y esplendorosos espejos, constr "Para ellos los más pobres y los somrícs; para nosotros los vergeles, el harem, los baños y las al-jamas; aljamas revestidas de su interior de bruñidos jaspes y espejismos. Estos estilos construidos de jacintos y cercados de lámparas inextinguibles; para añadir claustros lóbregos y silenciosos; para nosotros, cristales fuentes y verdes arrayanes; para ellos las privaciones de la vida triste del castillo; para nosotros la estancia risueña y tranquila de la Academia: para ellos la intolerancia; para nosotros la monarquía demente y paternal; para ellos la ignorancia del pueblo; para nosotros la instrucción pública y gratuita; para ellos los yermos, el celibato, el martirologio; para nosotros la fertilidad, el amor, la hermandad, las comodidades y los deleites. Levantémonos a la Kaaba del Occidente en el solar del Islam de un templo cristiano que tengamos que derribar, para que caiga la cruz entre escombros y desoue, se radioso el Islam." El verdadero corazón de la mezquita es el Mihrab, donde se depositaba el libro del Profeta. Aquellos santos lugares de color rosa, que parecen reflejar una puesta de sol; aquellos mármoles labrados con extrañas fantasías bizantinas; aquella cúpula llena de mosaicos de cristales y de inscripciones doradas sobre fondo azul; aquella decoración oriental, en fin, que no se parece ni a la de la Alhambra, ni a la de Santa Sofía, nos produjo un efecto admirable. El Mihrab es, en efecto, único en su clase. Es tal vez la única página de semejante decoración que existe en el globo. ¿Qué nos importa que en el Mihrab se colocaran el sultán y los doctores de la ley, o que se decorara dos siglos después de terminada la mezquita, y que se encuentren en sus adornos el gusto gótico mezclado con el gusto oriental? Nosotros leímos con mucho gusto las descripciones que consignaba el libro que nos servía de guía, sin que añadiera un punto más a nuestra admiración. No nos detendremos en esta carta, como en el viaje nos detuvimos a contemplar la tumba de Mendoza, la capilla de los Reyes y la torre, desde la cual Córdoba parece un rebaño de ovejas dormidas en un jardín. Lo que no nos cansaremos de recordar es aquel conjunto de columnas que ofrecen perspectivas diferentes, según el lado desde el cual se las mire, y que ya recuerdan la perspectiva de un claustro si se elige un punto de vista directo, o ya ofrecen una fantástica confusión de líneas si se escoge un punto de vista lateral. Repetiremos que la mezquita, transformada en catedral, no convida a meditaciones religiosas y sí a ensueños orientales, si no se cierran los ojos para rezar, se la va poblar de musulmanes que tocan tres veces el suelo con la frente. Córdoba nos recuerda además una excursión por extremo agradable que a la huerta del señor conde de Casa-Segovia hicimos. Pasar por Córdoba y no dedicar un día a la sierra era una ingratitud de que no me sentía capaz. El señor conde de Casa-Segovia se encargó de realizar este deseo invitándonos a visitar su posesión, y enviando de heraldo a su amable primo el Sr. Estrada. La huerta de Segovia dista cuatro kilómetros de la ciudad. La subida no puede ser más dulce. Diríase la subida del paraíso. A la puerta nos aguardaba el dueño rodeado de su encantadora familia. Hay personas a las que se quiere apenas se las conoce. El conde de Casa-Segovia es una de ellas. Su semblante respira felicidad. Al verle se sospecha en él uno de esos antiguos señores feudales a los que toda la comarca adora; solo que si alguna vez usa de sus prerrogativas es para hacer bien. A no ser por unos indiscretos cabellos blancos que asomaban y por una nieta que le agarraba de la mano, le hubiéramos echado treinta años. Cada una de estas rosas ha sido bautizada con un nombre para distinguirlas de las demás. La rosa de apretadas hojas que se columpia delante de la puerta de la capilla se llama el incensario, porque cuando se dice la misa llega su aroma hasta el altar. En el centro de la escalera que conduce a la huerta crecen un ciprés, un laurel y un mirto, los tres atributos del poeta. Aquí hay avenidas de naranjos que exparcen por la atmósfera el delicioso perfume del azahar. Más allá, una pradera sin cultivar sobre la cual las rojas amapolas asoman la cabeza. En este paseo toda una colección de rosas, desde la microscópica hasta la de extendidas hojas, que parece una col, y afectan toda una escala de colores. La tienda de campaña que se levanta en esa altura se llama, por el uso al que sus dueños la destinan, el pabellón del café, y un verde montecillo desde el cual se disfruta del bello panorama de la sierra de Córdoba, la montaña rusa. El sonido de una campana que toca a misa nos distrae de nuestro encantador paseo. Al dirigirnos a la capilla, nos encontramos en los paseos de la huerta gente de los alrededores que viene a oír misa también. Las capillas de las huertitas están asemejadas a las iglesias rurales y no se prohibe a nadie la entrada. Aunque la capilla es de reducidas dimensiones, abiertas las puertas y ventanas, puede asistir al sacrificio toda la gente que quepa en la huerta. Mientras el conde ayuda al sacerdote a revestirse los ornamentos sagrados, la condesa se encarga de que no deje de oír misa ningún jdui's criados y deponentes de la casa, que, en efecto, vienen a arrodillarse a la puerta de la capilla, desde la cual se distingue un hermosísimo panorama. Hasta un gran perro de Terranova viene a echarse a los pies del altar, y apoyada la cabeza sobre sus manos y la lengua fuera, entorna los ojos como arrullado por el murmullo de la oración. Aparece el sacerdote. El mismo conde ayuda en la misa. No se puede llevar más lejos la piedad. Para los que hemos nacido en una ciudad sin horizonte como Madrid, panoramas como el que veíamos desde la capilla tenían doble encanto. La sierra de Córdoba es uno de esos espectáculos que no se describen. Es indudable que la contemplación de la naturaleza acerca al hombre a Dios. Aquella misa, oída casi en medio del campo, bajo un cielo sin nubes, respirando una atmósfera perfumada y contemplando tan hermoso panorama, tenía más misterio que la imponente ceremonia religiosa a la que se asiste bajo los arcos de la gótica catedral. Concluida la misa, celebrante y oyentes, dueños y convidados tomaron asiento en una ti Concluida la misa, celebrantes y oyentes, dueños y convidados tomaron asiento en una tienda de campaña desde donde seguíamos viendo la Sierra de Córdoba, y donde el almuerzo estaba preparado. No tuvo más que un defecto: el de no ser campestre. Pero los dueños de la huerta de Segovia opinan que el campo solo es agradable cuando se disfrutan en él todas las comodidades y los refinamientos de la ciudad. No contentos con enseñarnos su huerta y acompañados por dos lindas señoras de la casa, nos llevaron a la quinta de los Arcos, propiedad del Marqués de la Vega de Armijo, en la que se disfruta de un panorama sin rival. En un sillón de madera que todavía existe se sentaba la hija de los duques de Fernán Núñez a respirar el aire puro de la sierra. El jardinero de la huerta recuerda las exclamaciones que profería la enferma al sentir que sus pulmones respiraban mejor en aquella altura. El aire puro de la Sierra de Córdoba no fue, sin embargo, capaz de devolver la salud a la noble e inolvidable enferma. Es curiosa la gruta de esta huerta, habitada por un "duende" y por un patán de madera. La figura del "duende" parece pedir consejo al ermitaño. Pero están tan bien realizadas las figuras y tan propia es la gruta que, si no os lo dicen, creéis que son de verdad. El conde nos acompañó a recorrer los alrededores, un algarrobo de mochilas, que es un árbol tan grande que bajo sus hojas puede encontrar refugio contra el sol todo un rebaño, y tan viejo que su tronco parece, por lo complicado de sus ramas y raíces, una Catedral, y a la casa de D. Ignacio García Tovar, la cual nos chocó por el cementerio construido a su lado. Conduce a él un camino bordado de jóvenes cipreses. El cementerio sólo contiene una tumba, dedicada a la madre del dueño. Por epitafio se lee:
¡Qué salvaje grandeza respiraban los versos! Aun a trueque de disgustar al amantísimo que es a la vez insigne poeta, no pudimos resistir la tentación de copiarlos como recuerdo de tan poético lugar. Cerca de este sitio se encuentra tallado en la roca el sillón donde el marqués de Cabriñana escribió algunas de sus poesías. No consiente la rapidez con que escribimos esta carta que recordemos las impresiones de aquel día pasado en la sierra de Córdoba. Diremos solo que al acercarse la caída de la tarde, como nosotros en la montaña rusa, viendo bajar por un camino alegre a campesinos que pasan cantando, deseosos de haber pasado el domingo en la sierra, ya al coche lleno de extranjeros que vienen a visitar las huertas, es un espectáculo delicioso que pedimos al cielo y a los amables Condes de Casa Segovia nos permitan volver a contemplar. Pero más que estas dos palabras que vamos a dedicarle, merecen las ermitas de Córdoba, situadas en los picos más inaccesibles de la sierra. Pero fue el caso que para visitar a los ermitaños hacía falta un permiso del obispo, y que por haber sido domingo el día anterior no pudimos obtener. Emprendimos a caballo la ascensión, confiados en la bondad de aquellos eremitas. Una puerta repara el recinto de los ermitaños del camino de la sierra. Tiramos del cordón de una campana, cuyo eco se perdió por el monte. Al cabo de diez minutos se escuchó una voz que decía: «Ave María Purísima.» «Sin pecado concebida», respondimos. La puerta se abrió y nos encontramos frente a frente con un ermitaño de apacible fisonomía que ceñía un sayal pardo y grosero, por el que se asomaba un largo rosario, y traía cubierta la cabeza por una caperuza oscura. Toda la elocuencia que empleamos para conseguir que nos enseñara las ermitas sin permiso fue elocuencia perdida. Le enviamos a parlamentar con el hermano mayor, y volvió diciéndonos que perdonásemos, y sin otra explicación, nos cerró la puerta en las narices, la atrancó con tres cerrojos, y se alejó. ¡No ver las ermitas después de caminar dos leguas, por vericuetos para conseguirlo. Después de todo me consolaba pensando si las ermitas de Córdoba valdrían tanto como las ermitas de Grilo.
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- ↑ Alfredo Escóbar.La Época. madrid 5 de mayo de 1879
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