El Convento de San Pedro el Real fue un antiguo convento de la Orden de Predicadores fundado tras la conquista de la ciudad por parte de las tropas de Fernando III hacia 1246. Más tarde pasó a la Orden franciscana, que mejoró su claustro, su compás, así como su iglesia. Durante el siglo XVIII sufrió amplias modificaciones que hicieron que perdiera el carácter medieval que conservaba.
Historia
Durante la invasión francesa, las instalaciones de San Pablo el Real se utilizan para el acuartelamiento de tropas, mientras que el templo se abre al culto a mediados de septiembre de 1810, gracias a las presiones del vecindario. Sin embargo, la iglesia del exconvento de los Santos Mártires permanece cerrada durante los años de dominio francés, trasladándose la imagen titular de Nuestra Señora del Rosario a una de las capillas de la catedral, donde continuará siendo venerada por sus devotos.
El 18 de febrero de 1813 las Cortes gaditanas promulgan un decreto que establece las condiciones en las que se llevaría a cabo la restitución de los conventos. La normativa impone una serie de limitaciones que dificultan la restauración de todas las comunidades. Las trabas desaparecen en mayo de 1814 cuando Fernando VII ordena que los religiosos puedan tomar posesión de los edificios y bienes que tenían antes de la exclaustración decretada por el gobierno intruso. Ese mismo año de 1813 llegarán 33 frailes albinegros a San Pablo el Real, bajo la autoridad del prior fray Francisco Roldán.
El nuevo gobierno instaurado en marzo de 1820 obliga a Fernando VII a jurar la Constitución de 1812. Entre los temas prioritarios que abordan los liberales se encuentra la política a seguir con el clero regular que había quedado pendiente. Las medidas adoptadas cristalizan en la aprobación de un decreto por las Cortes que va a ser sancionado por el monarca el 25 de octubre de 1820 en el que se contempla la supresión de las órdenes monacales y hospitalarias. Al mismo tiempo, se establecen fuertes restricciones a las órdenes mendicantes como la eliminación de aquellas comunidades con menos de 24 religiosos ordenados in sacris.
A mediados del siglo XIX fue desamortizado, quedando como único recuerdo los elementos anteriormente referidos, pasando la iglesia a convertirse en parroquia, bajo la advocación de Iglesia de San Francisco.
Descripción del convento, en Paseos por Córdoba
Este convento fue fundado al mismo tiempo que el de San Pablo por el santo rey Fernando III, que al hacer su entrada triunfal en Córdoba el día 29 de junio de 1236 quiso perpetuar la memoria de tan fausto acontecimiento con estas piadosas fundaciones. A los franciscanos dio terreno donde se dice haber estado las escuelas más notables que tenían los árabes, donándole al par que al otro convento y a la Ciudad el agua que salía del Adarve, como ya en otro lugar explicamos.
Nadie concreta el año de la instalación de estos religiosos, mas debió ser muy inmediata a la conquista de Córdoba, puesto que diez años después, en el de 1246, formaron hermandad con el Cabildo eclesiástico, y desde entonces ambas corporaciones se auxiliaron mutuamente en los entierros de sus individuos y en otros muchos actos religiosos. En un principio fue un convento pequeño, tomando después tal importancia que llegó a ser uno de los edificios mayores y más notables de Córdoba, así como su comunidad la más numerosa, sin duda por las pocas dificultades que el ingreso en ella presentaba, entrando muchos que jamás hubieran podido abrazar esta carrera a causa de la falta de recursos.
Sólo dos claustros del patio principal -unidos a la iglesia y capilla de la Vera Cruz, inutilizado su adorno y cubierta la mayor parte de sus arcos- es lo que ha quedado de todo aquel gran edificio, donde cómodamente podían acuartelarse tres o cuatro regimientos en los diferentes grupos a que daban luz doce o catorce patios, aparte de la extensa huerta lindante con las últimas casas de la calle de Maese Luis.
La decoración del patio principal era muy linda y formaba seis arcos en cada uno de sus cuatro lados, lo mismo en los claustros altos que en los bajos, viéndose en estos muchos altares, en los que, así como en dos capillas cercanas a la escalera, se veían pinturas de Juan de Alfaro, Antonio del Castillo, Sarabia y otros artistas, quedando de aquella colección el célebre cuadro de Non pinxit Alfarus, que está en la Catedral, el que vemos en el altar del cementerio de San Rafael y algún otro en el Museo. Ante los expresados altares tenían derecho de sepultura varias familias de Córdoba, entre ellas las de los Ascargortas, Cáceres y Fernández Castro.
La escalera principal de este edificio era una de las mejores de la ciudad, tanto por la riqueza de sus mármoles como por su forma y anchura. Tenía tres tramos, sostenidos por lindas y esbeltas columnas, tanto en la parte baja como en la alta, cubriéndola una bonita cúpula, y lucían varias pinturas y un gran ángel de escultura, que no sabemos qué sería de él. Los mármoles fueron vendidos para Écija, y aún se dice que dieron por ellos casi lo que había costado todo el convento.
En el patio principal ya descrito, y en el que daban sombra algunos hermosos naranjos, había una cosa que llamaba justamente la atención por su forma, digna de estudio, no cabiéndonos duda de ser resto del edificio anterior a aquél, o sea del primitivo convento. En uno de sus ángulos se veía una cúpula baja y redonda, sobre cuatro arcos que sostenían otras tantas columnas, una de ellas de esa piedra usada por los plateros para probar los metales. Su interior estaba pintado al fresco, representando la venida del Espíritu Santo, y debajo había una fuente con una gran taza ochavada, tosca y sostenida en cuatro fustes cilindricos sin molduras, trozos de columnas antiguas, suponiéndose en la obra titulada Recuerdos y bellezas de España que aquéllos debían ser reliquias de un bautisterio mozárabe. Otras muchas piezas había en el edificio dignas de visitarse, como el salón de profundis, el refectorio, la librería, etc., todo muy extenso y bien costeado.
En 1810, cuando la venida de los franceses al mando de Godinot, se suprimieron las comunidades religiosas, y esta suerte le cupo a la de San Francisco, mas por empeño de muchas personas de viso se dejó la iglesia dedicada al culto, y se abrió al público en 4 de octubre de aquel año.
El convento se destinó a cuartel de uno de los regimientos españoles, cuyos soldados abrieron las sepulturas del salón de profundis y encontraron las momias de dos venerables completamente conservadas, en particular una que era de un fraile tercero que aún conservaba los dos pares de calzones blancos y las vendas de los cáusticos, a pesar de haber muerto cien años antes. Mofáronse de ellas hasta el extremo de arrastrarlas por casi todo el convento; mas enterado uno de los jefes se las quitó, depositándolas en una celda donde estuvieron hasta darle nueva sepultura en sitio a propósito y decente. Esto ocurrió a principios de febrero de 1811.
Restituida la comunidad a su convento permaneció en él hasta la última exclaustración. El edificio se vendió, y en él se establecieron fábricas de paños, lienzos, hules y sillas, y por último lo adquirió una empresa que lo derribó y conserva la mayor parte del solar, donde empezó a edificar un barrio, utilizando muchos de sus materiales en la construcción del café del Gran Capitán y en algunas otras obras particulares.[1]