Gente cordobesa de otros tiempos (años 1930, 1940, 1950)

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Recuerdos Cordobeses [1]

La memoria hace su antología y procura perfeccionarla a medida que el tiempo repite sus ediciones. La ciudad de la memoria se despuebla para limitarse a los nombres justos, al contrario que la real y atosigadora. Están ahí y estarán, salvo que ese arca que los contiene se vacíe antes de que la muerte venga a llevársela como a nosotros. No imagino mayor drama que el espejo del recordar borrado en vida.

Ahora, mientras hablan del trajín de las influencias (la recomendación elevada a problema estatal en el territorio de Tincalandia) y de la bienvenida de los cigarrones (previsible para 1992), entre otros asuntos, me dispongo a ponerle un recuadro a criaturas que nada tienen que ver con la actualidad, aunque, en su momento, rebasarían las lindes del anónimato. Algunos hasta convertirse en populares. Eran gente cordobesa, no simples sombras del censo de los ojos, sino urdimbres de intrahistoria, que tantas veces se impone a la historia.

A ver como los dibujo en su tiempo, a ver como voy rehaciéndoles aquí, poquito a poco, con rostros y talantes, porque, sin sus transluces, el presente es una manquedad. El ayer completa siempre la visión de la vida, y quien crea que sólo constituye materia de nostalgia es ciego, renuncia de antemano a lo que fue, íntima o colectivamente. Tengo por absurdo confundir el pasadismo de reacción, al fin el cabo de las coplas de Jorge Manrique, el pesadismo que elimina los deseos temporales. Ahora cunde esta actitud inclinada al “borrón y cuenta nueva”, aunque también el gusto por ciertos retornos, pues toda ruptura radical concluye por ser un simple volatín arriesgoso.

Mi moviola comienza a girar su cinta conservada.

Se llamó Manuel Pérez Caratullilla. Tenía cabeza como de gorrioncillo, y una rija que le aliviaba, de cuando en cuando, un curandero de la Corredera, aunque no hasta el punto de impedir el lloriqueo. Fue niño agrícola; contaba la leyenda de Juanillo el oso; presumía de haber cogido en el campo, a algunos de los protagonistas del bandidaje. Estando en su faena, bajo las encinas, llegó un hombre y le preguntó si había visto a los civiles. A otro de esos malhechores, Cintas Verdes, lo vería morir, ajusticiado, en la puerta de Almodóvar, y Manolo relataba que el asesino, desde el cadalso confesó que lo primero que había robado eran unas tijeras. Las madres zurraban a sus hijos para que no olvidaran la confidencia.

Manuel, fue albañil, costalero y lo que se necesitase. Tenía sus ideas muy propias: por ejemplo, afirmaba que hipo lo producía un poco de aire metido en la nariz (para él un órgano de hombre y mujeres), y nadie pudo convencerlo que la tierra volteaba de continuo. Manolo prefirió atenerse a la Biblia y a otras cosas antiguas: en sentido de la servidumbre sin protesta, el silencio de la discreción, viese lo que viese, la costumbre del “mande”, el sentir familiar a quien les ordenaba. Pero en su mirada pitarrosa y lagrimona había una especie de reflejo triste del destino. No carecía Manuel de presunciones: la de conquistador, en su escala, y la de conocer muchos secretos, eróticos ms bien, aunque nunca quiso revelarlos. Le enorgullecía sobre todo, saberse tan imprescindible como el agua. Su humildad no tuvo quiebra.


Andaba por la ciudad El Loco Primo; le placía tomar el sol en la fachada de la Telefónica y responder a las provocaciones de los estudiante del Instituto con sus disparatadas ocurrencias. Unos de sus afanes era seguir los pasos de Semana Santa inmediatamente después de los músicos. El Domingo de Resurrección se le podía ver, en Santa Marina, como un pregonero lanzador de ¡vivas! Allí donde hubiera un acontecimiento estaba él, orate oficial, cuyo carácter no le disputaba ningún colega. En aquel tiempo de jerarquías a todo pasto, la suya infundía una acepción muy respetable. El Loco Primo representaba la azote trastornada, pero educadísima. Tan aficionado a la calle, ahí encontró su muerte en un atropello.


También le gustaba el aire libre a la Condesa Zamora, loca de mantilla, peineta y zapatos de tacón. Sólo las medias rotas y caídas discordaban de la etiqueta. Arrastraba los pies, de iglesia en iglesia o por el centro, como un cartel andante de Solana, o una figura de Visconti. Lo suyo era el monólogo. Paseó su rastro de aristocracia y su pacífica manía de vestirse como si siempre fuera Jueves Santo.


Nunca conocí una filosofía tan simple y contundente como la del tabernero Rafalito Pastor: “Una cosa es una cosa u otra cosa es otra cosa”. De Sócrates venía la conseja, y nadie le llevaba la contraria. No hubo modo de bajarle se su axioma, dicho en varios tonos, según la ocasión. Alto, sobrio de carnes, rubiote, Rafalito, repitiendo calmosamente su idea, contaba las discusiones regadas con medio de a veinticuatro. En el menester dialéctico había, aparte su tarabilla, golpes insólitos (la boutade, que dicen) al estilo de otro Rafael El Guerra. Estos le distanciaban de la escuela senequista, como los tacos. Yo le conocí en su taberna, donde iba de mesa en mesa repitiendo ese principio de invariable filosofía, pero sobre todo en el campo, cuando hablaba con los cerdos, aunque sin tratar de imbuirles, como a su parroquianos, una visión del mundo que necesitaba de otras explicaciones.

Manuel Morales, anchote, sonriente y chuflero, de profesión impresor y de vocación cocinero, tenía una casi oculta apetencia: escribir rimas y prosas. Un perol guisado, por él, garantizaba la exquisita calidad. Era natural que le llamasen para las ocasiones de mucho repique. Así, los de Cántico, gracias a la ayuda del Municipio, ofrecieron una cena típica a Vicente Aleixandre, durante su primera vista a Córdoba (lo mismo que a Dámaso Alonso), y Morales ofició, una vez más, su maestría guisadora. En el Alcázar fue la cosa. Manuel se empeño en que el homenajeado probara un plató de caracoles.

–Niño, me insistió en que su régimen no se lo permitía, pero, al probarlos, no tuvo inconveniente en pedir más. Cómo se puso de caracoles, diciéndome que yo era el demonio…

Si Morales iba a Madrid, visitaba al poeta sin que tuviese que pedir hora, como los íntimos. No dudo que Aleixandre hizo de los caracoles una excepción de su menú riguroso, Morales tenía la apetitosa culpa de esa liberta.


El famoso número uno de esta galería fue Fernando el Calé Carapato, gitano de baile y cante, bastón y mucho de solemne en el andar y hablar, lo mismo que un jefe de tribu, en la acera del Mercantil, en la taberna, la plaza de toro, la calle de la Plata… José Alcaide Irlán lo trasladó a la tira humorística y diaria del Diario Córdoba, transformándolo en fabula popular y circulante. Seguía a la Virgen de la Esperanza (o de los gitanos) y le cantaba saetas de voz ronca.

Una vez me contó que tenía un poema autógrafo de Lorca, dedicado a él. Me lo trajo por si me interesaba publicarlo en Arkángel, y no hice, ya que no me sonó a Federico, la verdad, aunque es posible que sí de algunos de sus imitadores.

-¡Ay!, si me hubieras visto entonces. Tenía yo una cinturita unos pinreles…


La Coja del Pianillo tocaba un organillo, pedía la recompensa para su arte, zalamera y confianzuda con todos. En esa estirpe no tuvo igual. Y luego los conciertos, se subía al artilugio sonante como una duquesa a su Mercedes para seguir la ruta. En llegando ella, la calle cambiaba, no sólo por la interrupción cosquilleante del pasodoble, del tango, el fragmento de zarzuela, el cuplé, sino por el palique de la propietaria del manubrio, relaciones públicas ambulante a golpe de muleta bajo el brazo izquierdo.


Aparece en mi moviola aquella mujer vieja, vestida de blanco, con cuerpo de canasta y ramo de jazmines en el moño, vendedora de agua y pirulíes en los Tejares, limpia hasta el esplendor y animosa, lo mismo para el ritual de los olés que para su comercio de cosas muy elementales. Asoma aquel betunero de Bar Gambrinus y Bar Negresco, que sabía historias de la guerra de África, si bien no había estado nunca en ella, claro. Y el conserje Quesada, en el patio del Instituto, vocea los nombres de las clases con su voz de bronquítico crónico y entre toses. Pasa El Cura Bruzo, naturalmente de sotana, que tenía los dedos amarillos por la nicotina y llamaba misal a la envoltura de los naipes. Don José Amo, el director de la Academia, que fue médico en la Batalla de Alcolea, lo que nos parecía increíble, sube, con sumo tiento, las escaleras del Círculo: Llevaba siempre una flor en la solapa.


¿Cómo iban a faltar, en este desfile, Mediaoreja, cara de conejito asustado, como si saliera de una película de dibujos infantiles, y el tonto Julio, vacilante de andar y babosillo?. Qué pareja de la subnormalidad. Muy normal encontrárselos, libres a su manera, contraste de la población, figuras de un censo singularísimo.


Anda, pero si Rafael Moreno, Granito de Oro, ex-picador de El Guerra, con su dedo cortado por la caricia de un cornúpeta, propietario de la Venta de Vistahermosa, al filo de la carretera, barre la terraza con un escobón casi de estatura gigante; se quita los mocos enérgicamente, y echa la siesta poniéndose un pañuelo sobre la cara. Este Rafael sigue los modos del que fuera su jefe de cuadrilla; sus metáforas merecen un estudio aparte. Para decir que una señora era muy rica soltó: “Tiene el coño claveteado de brillantes”. No conozco otro ejemplo que se le pueda comparar.


Gente cordobesa de otro tiempo: ese que ha pintado, con delicia naif, Carlos González-Ripoll.

Me imagino una imposible tertulia de fantasmas en la que no faltase nadie de los aquí evocados.


Referencias

  1. . Luis Jiménez Martos en Córdoba en Mayo, año 1990 página 118

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