Árboles y jardines (Notas cordobesas)
Los conquistadores de nuestra población, en su deseo incomprensible de borrar todas las huellas del paso de los árabes, destruyeron aquellos lugares de solaz y esparcimiento en que uníanse a las maravillas del Arte los tesoros de la Naturaleza, para recreo y deleite del espíritu. Sólo quedó una alameda en la margen derecha del Guadalquivir, contigua a la muralla, que servía de paseo a los cordobeses. Mas como en nuestras venas palpita la sangre mora y habíamos heredado los sentimientos, los gustos, las aficiones de la raza agarena, pronto comenzamos a restablecer, si no los jardines públicos, los de nuestras viviendas, convirtiendo cada patio en un vergel, cada huerto en una prolongación de la Sierra incomparable y llegamos casi a rendir culto a la famosa palmera plantada por Abderramán. En el siglo XVIII, en virtud de que la alameda de la ribera del Guadalquivir no reunía condiciones para paseo de Invierno, formóse otra en el Campo de San Antón con tal objeto y después se prolongó la primera hasta las inmediaciones del Alcázar. A mediados del siglo XIX el Concejo municipal acordó establecer unos jardines públicos en un haza que había extramuros de la población; a dichos jardines denominóseles de la Agricultura y algunos años más tarde creóse otros, contiguos a aquellos, en un pedazo del Campo de la Victoria, que recibieron la denominación de jardines altos por hallarse a más elevado nivel que los otros. Eran los más bellos de cuantos ha habido en nuestra ciudad; abundaban en ellos las plantas genuinamente cordobesas, especialmente los rosales, de los que poseían una variedad inmensa. Hallábanse perfectamente cuidados por el popular jardinero Corrales, hombre competentísimo en su profesión y celoso del cumplimiento de su deber. Pronto fueron lugar predilecto de reunión para el público, que iba allí a tomar el sol durante las tardes de Invierno, en busca de una frescura en el Verano y en todas las épocas a oxigenarse los pulmones, a respirar puras auras cargadas de perfumes. Rodeose tales jardines de frondosas alamedas, creose otros, pequeños, a los lados del paseo del Gran Capitán, al ser construído éste y, casi al mismo tiempo, comenzó la plantación de Álamos y acacias en el Campo de la Merced, en las plazas de la Magdalena, San Pedro y otras y la de naranjos en muchas de ellas. Córdoba, rodeada de jardines y alamedas, con sus plazas cubiertas de árboles y a veces tapizadas de manzanilla, con sus casas festoneadas de dompedros, con sus patios llenos de flores, con sus huertos de verdor perenne, con su atmósfera siempre embalsamada por las rosas y el azahar, volvía a convertirse en la ciudad vergel de los Abderramanes. Un día, un cruel día para nuestra población, hace más de un tercio de siglo, el Concejo Municipal, so pretexto de que no había espacio suficiente para las instalaciones de la Feria de Nuestra Señora de la Salud ni sitio apropósito para que la tropa hiciera sus ejercicios, acordó destruir los preciosos jardines Altos y desmontar el terreno en que se hallaban. Poco después el lugar de solaz y esparcimiento predilecto de los cordobeses quedaba convertido en una llanura polvorienta, desprovista de vegetación, sin árboles que nos resguardaran de los helados vientos invernales y de los abrasadores rayos del sol en el estío. Coincidió con este hecho otro no menos lamentable. La apertura de la calle de Claudio Marcelo obligó al Municipio a arrancar una de las más hermosas palmeras que elevaban su copa hasta los cielos en la antigua Corte de los Califas de Occidente. Se pensó en trasladarla a la entrada de los jardines de la Agricultura y tras una penosísima odisea, motivada por las dificultades que se oponían al transporte, la palmera jigantesca, una de las mejores que había dentro de la ciudad, se tronchó a los pocos instantes de ocupar su nuevo emplazamiento. Los pequeños jardines establecidos a los lados del paseo del Gran Capitán desaparecieron al efectuarse una reforma en el lugar mencionado. Un alcalde de feliz recordación, autor de importantísimas mejoras y cuyo nombre debiera ostentar una calle, aquí donde acostumbramos a prodigar este honor, don Juan Tejón y Marín, tuvo el buen acuerdo de utilizar parte de la llanura polvorienta en que quedaron convertidos los jardines Altos para crear otros, no tan bonitos como aquellos, a los que se dió el nombre de jardines del Duque de Rivas. Al morir el competente y popular jardinero mayor del Ayuntamiento, Corrales, el Municipio nombró un director técnico de jardines y la labor de éste, hay que decirlo en honor de la verdad, fué deplorable. Comenzola sustituyendo los primorosos naranjos del paseo del Gran Capitán por palmeras raquíticas, excepto las colocadas en los extremos de dicha calle, de las cuales perdiose la mayoría. Frente al Gran Teatro plantó una grande, jibosa, cuyas ramas acariciaban los muros de dicho edificio. Era objeto de constantes burlas y una sociedad de jóvenes de buen humor titulada el Club Mahometano, la obsequió con una antifilarmónica serenata, para asistir a la cual invitó al vecindario por medio de una alocución publicada en la Prensa. El director técnico de jardines no se conformó con arrancar los naranjos que había en el paseo mencionado; hizo desaparecer igualmente los que engalanaban la mayoría de nuestras plazas, sin que fuesen oídas las enérgicas y justificadas protestas del catedrático de la Escuela especial de Veterinaria don Leandro de Blas que emprendió en la Prensa una violenta campaña contra tal despojo. Al mismo tiempo la necesidad de alinear las calles, de construir edificios a la moderna obligaba a reducir patios y jardines, a convertir los huertos en casas, y al transformarse la ciudad dormida, solitaria, en urbe populosa llena de vida, desaparecieron también los tapices de plantas aromáticas en sus calles, los zócalos de dompedros en sus fachadas y las colgaduras de madreselvas y rosales en sus muros. Córdoba no era ya la ciudad vergel de remotas edades. En los comienzos de la centuria actual hubo otra reacción en favor de las plantas y las flores y el Ayuntamiento creó jardines en la mayoría de nuestras plazas, aunque fueran tan pequeñas como las de San Nicolás y San Bartolomé, entre los cuales sobresalieron por su belleza y frondosidad los del Campo Santo de los Mártires, la plaza de la Magdalena y la plaza de Colón. Más la fatalidad persigue aquí a estos lugares de recreo y pronto la apatía y el abandono enseñoreáronse de los mismos, originando la desaparición de los mejores, uno de los cuales, el del Campo Santo de los Mártires, se trata ahora de reconstituir. Al mismo tiempo el hacha del talador no ha cesado de cortar árboles en rondas y paseos, a pesar de las unánimes protestas de la Prensa y del vecindario. Es menester que las personas llamadas a impedirlos eviten de una vez para siempre estos desmanes, pues así lo exige la cultura de nuestro pueblo; que no se confunda el arte de la jardinería con el oficio de leñador; que se enseñe a todos el respeto a las plantas y las flores; que se atienda al fomento de los jardines, donde los pulmones se ensanchan y el espíritu se recrea; que Córdoba vuelva a ser la ciudad vergel fuente de salud, pebetero de Andalucía y joyel de los tesoros del Arte y de la Naturaleza, como en tiempos de los Abderramanes. |
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