Francisco Natera Natera

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Francisco Natera Natera
Francisco Natera Natera.jpg
Nacimiento: 27 de enero de 1927
Córdoba
Fallecimiento: 18 de febrero de 1978
Andújar (Jaen)
Destacado: Motivado por su radical renuncia personal impulsó la creación de la Fundación Paco Natera

Contexto histórico

Décadas: 1960 - 1970

Francisco Natera Natera, sacerdote jesuita después secularizado, nacido en Córdoba el 27 de enero de 1927 en el seno de una familia de la burguesía cordobesa y conocido popularmente por "Paco Natera".

Datos biográficos

Hijo de Francisco Natera y Pilar Natera, que era viuda de Natera en 1938.[1]

Tras estudiar bachillerato en régimen de internado en el Colegio de San Estanislao de Kostka, en Málaga, ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús en el Puerto de Santa María y estudió Humanidades en Córdoba, Salamanca, Granada y en la Facultad de Filosofía S. J. en Madrid.

Recibió las órdenes mayores en julio de 1958 en la Capilla de la Facultad de Teología de Granada donde fue destinado tras ejercer la docencia en el mismo colegio malagueño donde hizo el bachillerato. El trabajo como presbítero lo desarrolla principalmente en Granada, Murcia, Úbeda, Fontilles, Sevilla y Huelva. Vive dos años de exclaustración y a comienzos de 1967, recibe del Vaticano su “reducción al estado laical” y contrae matrimonio.

A través de sus escritos y de toda clase de intervenciones públicas tomó partido por el cambio de estructuras de la sociedad de su época, adoptando siempre una actitud de sincera y vital solidaridad con el mundo de los marginados y oprimidos. Personalmente vivía en estricta y radical sobriedad. A finales de 1970, con ocasión del turbulento Consejo de Guerra de Burgos fue detenido y sancionado, junto a otros miembros de los grupos cristianos de Córdoba.[2].

En 1976 publicó “Mi fe no es una droga”, notas autobiográficas de un creyente (según definía él mismo) comprometido como discípulo de Jesús de Nazaret y que apostaba por querer vivir como aquel Galileo que fue crucificado. “Dios es Amor o no es nada. Lo definitivo no es la fe en lo Absoluto sino el amor” dice en el prólogo de esta original obra dedicada a su entrañable amigo el famoso |Padre Llanos

Su inquietud y total compromiso con la sociedad lo impulsó a indagar y concebir el sistema que propiciara poner al servicio de los más débiles, los rendimientos de la herencia familiar, base sobre la cual, tras su muerte en accidente de tráfico junto a su esposa Concepción Romera el 18 de febrero de 1978, surge la creación de la Fundación Paco Natera.

Referencias

  1. El homenaje a Mola, en el diario El Defensor de Córdoba, 23 de abril de 1938, pág. 1.
  2. En el libro Grónica de un Sueño en el apartado, Algo se Mueve de Francisco Solano Márquez, se comenta lo siguiente:
  • "Mientras tanto, el sacerdote Francisco Natera dirige una carta a las monjas de clausura para decirles que no se puede celebrar la Navidad ni hablar de paz cuando hay condenas a muerte; apoyan el escrito con sus firmas Balbino Povedano, Pilar García Entrecanales y Diego Delgado, presidente de la HOAC y Juanita García de la JOC, que son detenidos y encarcelados... Eran las vísperas de Navidad. Tras dos días de interminables interrogatorios en comisaría y otros dos en la cárcel, son puestos en libertad. Por cierto que al llegar a la prisión un cabo de las fuerzas de seguridad les tranquiliza: “Ustedes no se preocupen –les dice–, que saldrán pronto porque son ricos...”"
"El juez Ignacio Sierra les tomó declación y los puso en libertad porque una carta no era ningún motivo de detención. Entonces cuando nos vamos a levantar, dijo la policía: "Gubernativamente quedan detenidos". O sea, que por la justicia salieron absueltos, pero estuvieron dos o tres días en la cárcel....". La orden de pasar a la cárcel la dictó el entonces gobernador civil Manuel Hernández Sánchez.

Datos externos

Testimonios de terceros

El padre Francisco Natera

La Trágica vida de un Jesuita de las Escuelas

Escrito por Dionisio Rodríguez Mejías y publicado en Historias de la Safa el 8 de noviembre 2006

Sólo faltaban unos días para que comenzase el nuevo curso. El padre Prefecto nos había pedido que regresáramos antes que el resto de compañeros para echar una mano al personal de servicio en la puesta a punto de los dormitorios, las clases, y los campos de juego del colegio. Sin profesores, sin horarios y sin estudios, la vida allí era maravillosa. Bromas, paseos y holganza general. Dos alumnos, subidos a una escalera, pintaban, sin prisas, los palos de una de las porterías del campo de fútbol de la Segunda División. Otros cuatro o cinco transportaban somieres y pupitres, cantando la canción que los porteadores repetían infatigablemente en una película de Tarzán: «¡Mau, mau, mau! ¡Mau, mau, mau!». El joven curilla que los acompañaba compartía la alegría y el buen humor de los muchachos. Cuando alguno se cansaba de acarrear trastos, pedía permiso y se escaqueaba un rato a descansar y a fumarse tranquilamente un cigarrillo en compañía de algún compinche que se añadía a la fiesta.

Así lo conocí. Digno y solemne, limpiando con un cubo y una escoba, la zona más humilde y repugnante del colegio: los retretes sucios y cochambrosos. En los diez años que llevaba en las Escuelas nunca había visto nada parecido. Por un instante, me olvidé del cigarrillo, de las bromas y la indolencia tan propias de la edad y le pedí por favor que me permitiera seguir limpiando a mí, con el mismo respeto con el que se ofrece el asiento del autobús a una persona mayor o se ayuda a un ciego a atravesar la calle. Me miró con sus enormes ojos y, en voz muy baja, me pidió que lo dejara continuar; que él debía permanecer allí y yo seguir colaborando con el resto de mis compañeros. No lo podía olvidar; durante todo el día le estuve dando vueltas. Aquel sacerdote me había enseñado la grandeza y el valor de la generosidad y del espíritu de servicio, del modo más creíble: con su ejemplo. Más tarde, supe que se trataba del padre Francisco Natera, Ministro del colegio, un hombre al que la vida le tenía reservado un despiadado y trágico papel.

Pronto el centro volvió a la normalidad y la gran explanada y los campos de juego se llenaron de gritos y abrazos de muchachos y profesores, que iniciaban el nuevo curso en aquella casa de idealistas y soñadores. Una casa pensada para llevar a las clases más humildes la grandeza de la educación y la llama de la paz y del amor. Una casa muy pobre; pero era la nuestra y éramos tan felices de vivir en ella, como los sabios y los poetas, aunque pasen la vida saboreando sonetos y caldos cuaresmales. Esa es la razón por la que ninguno de nosotros olvidará aquel día.

—Ha dicho el padre Mendoza que hoy tenemos estofado de ciervo para comer.

El mensajero debió de insistir para que le creyésemos.

—Que sí. Que han traído tres ciervos en un camión que hay frente a la entrada de la cocina.

Galope hasta la cocina y asombro al comprobar que era verdad.

—Dicen que los han cazado en una finca de la familia del padre Natera y que él ha querido regalarlos al colegio.

A partir de aquel día corrió la voz de que el padre Ministro pertenecía a una familia riquísima, que poseía enormes fincas, en las que cada año tenían lugar increíbles cacerías como las que salían en las películas. Nuestro interés por el sacerdote fue creciendo paralelamente a su popularidad. No recuerdo con exactitud de dónde nos llegaba tanta información. Se decía que pasaba noches enteras en oración y se sometía a terribles sacrificios. Su vida ejercía en nosotros la fascinación del protagonista de una novela de misterio y aventura. La leyenda de aquel jesuita bueno y silencioso, con el que nos gustaba confesar los pecados más comprometidos, fue creciendo con el tiempo, más y más.

Al parecer, cuando decidió ingresar en la Compañía de Jesús, sus padres mostraron cierta oposición. En el andén de la estación de Córdoba, en la plataforma del tren que le llevaba al noviciado, su padre le besó y le dijo: «Hijo, tú vas a ser feliz, pero a nosotros nos haces desgraciados». Ni cartas ni consejos consiguieron hacerle reconsiderar su decisión. La madre, especialmente, se resistía con toda el alma. Como hijo único, despreciaba una inmensa fortuna y condenaba a sus padres a vivir abatidos, por la soledad y la tristeza, el último tramo de la vida.

El día en que se ordenó sacerdote, su madre le abrazó, suplicándole de rodillas que no les dejara. Él, muy resuelto, llegó hasta la zona de clausura y, mirándola a los ojos, le dijo: «Mamá, si cruzas esta puerta, estás excomulgada».

Aquel jesuita, al que todos admiraban por su simpatía y su vida interior, llegó a Úbeda en los primeros años de la década de los sesenta. Llevaba muy poco tiempo en las Escuelas cuando se presentó en el despacho del padre Rector y le dijo:

—He pensado que en el colegio debe haber un único menú y no tres como ahora. La comida que se sirve a los jesuitas, al profesorado seglar y a los alumnos debe ser la misma; y, cuando haya algún enfermo, se le atenderá según las recomendaciones del médico, tanto si es alumno, como profesor o sacerdote. Tampoco me parece bien que haya cinco termos de agua caliente para los jesuitas y ni uno solo para los profesores ni las empleadas. El sueldo que cobra el personal no docente es injusto y además tienen derecho a disponer de un mes de vacaciones al año. Yo acepté ser Padre Ministro por pura caridad, pero si no se resuelven estas cuestiones que propongo, de aquí en adelante me dedicaré a bendecir la mesa y repartir el correo.

Y se quedó tan tranquilo, como si hubiera dicho: “Padre, qué bien nos vendría ahora dar juntos un paseo y pedir al Señor que nos ayude a resolver las dificultades del internado”.

Siempre trabajó infatigablemente para llevar la luz, de un evangelio utópico, a los presos, a los enfermos, a los parados y a los sin techo. Se esforzó para conseguir que los ciegos vieran, los cojos caminaran y los leprosos quedaran limpios. Pero aquel evangelio que predicaba, como el reino de Dios o como él mismo, no eran de este mundo. Sufrió mucho. Tras años de desengaños y frustraciones, decidió abandonar la Compañía de Jesús y someterse a tratamiento psiquiátrico durante un tiempo. Solicitó licencia a Roma para contraer matrimonio preceptivamente y, finalmente, tras más de dos años de larga espera, le llegó de Roma la dispensa. Con toda discreción y sencillez, se casó un día lluvioso en la capillita de un piso, con Conchi, una guapísima muchacha de Úbeda.

Eligieron para vivir un apartamento de sesenta metros, en una zona de clase media en la ciudad de Córdoba; y tuvieron un hijo, que se llama Francisco como su padre. Siendo aún muy pequeño, un día el niño le preguntó:

Papá, ¿tú cuánto ganas?

Muy poco hijo; más o menos lo mismo que Juana, trabajando en casa para ayudar a mamá.

Su libro, Mi fe no es una droga, pone de manifiesto la gratitud y el amor que durante toda su vida profesó a la Compañía de Jesús.

«Si hoy tengo personalidad y autonomía, de hecho se lo debo a la Compañía. Es posible que, si hubiera seguido en el ambiente de mi familia, también hubiera llegado a donde hoy estoy; pero no lo veo muy probable. En la Compañía, con maestros insignes, con instrumentos humanos y científicos que ella me proporcionó, descubrí progresivamente a Cristo y fui profundizando en la autenticidad de su persona y su mensaje».

Toda su vida la dedicó por entero a los enfermos y a los menesterosos. Parece ser que en una ocasión regaló una vivienda, propiedad de su familia, a una empleada viuda y con un hijo que trabajaba en las Escuelas de Úbeda. A diario visitaba los barrios más pobres de Córdoba, donde la mayoría de habitantes eran comunistas, ateos y anticlericales; entraba en sus casas y ellos le acogían con respeto, le escuchaban con atención y al final le mostraban a sus hijos para que les besara y les diera su bendición.

Al regresar a Córdoba, de uno de sus viajes, falleció en accidente de circulación junto a su esposa, cerca de Andújar. Dejaban huérfano al muchacho, que estaba en Inglaterra y tenía entonces unos seis años de edad. Su vida es una crónica trágica y fatal. Una existencia brutalmente segada por un destino aciago. Un recorrido terrible y triste por los abismos del mundo y del espíritu.

¡Pobre joven rico que quiso repartir entre los pobres todo lo que tenía por seguir a Jesús!

A su esposa, Conchi, no la olvidaré nunca. No sólo por la perfección de su figura, o su elegancia singular, o su mirada limpia y distinguida, o su belleza cálida y distante. Una tarde lluviosa de otoño la acompañé desde el Real hasta su casa, muy cerca del colegio. Vestía de negro porque sus padres habían muerto hacía muy poco. Desde entonces la admiré sinceramente, no sólo por la perfección de su figura, o su elegancia singular, o su belleza cálida y distante, o su mirada limpia y distinguida; sino por su humildad y sencillez, por su naturalidad y por su encanto, por su profundidad y su mal disimulada tristeza.

¡Pobre y hermosísima muchacha!

El nombre de Francisco Natera no aparece ni una sola vez en la obra que escribió el padre Manuel Bermudo sobre la Safa, medio siglo de educación popular en Andalucía. ¿Por qué el silencio? ¿Por qué la ingratitud? ¡Que ley más tenebrosa, la ley de las tinieblas! ¿Por qué Señor se quiso borrar su luz de nuestra memoria? Los que le conocimos nos rebelamos, como hacía él, ante un olvido tan enigmático e incomprensible y clamamos ante la injusticia utilizando las palabras del poeta:

Se me avinagran de dolor los sesos,
Y se me salen por los ojos, vivos,
Agrios, amargos, ácidos y espesos.
Te pronuncio impotentes vocativos,
Y al oír tu silencio interminable
Se me levantan llantos subversivos.

Volaron al cielo ‑muy jóvenes aún‑, para ayudar a Jesús a confortar a los presos, a los enfermos, a los pobres y a los desconsolados. Conchi, junto a la Virgen, zurcirá calcetines, remendará pantalones de pana y hará guantes y bufandas de punto para los niños aceituneros que en, mañana de escarcha, buscaron las estrellas con el pecho abrasado de fiebre y, en los labios, una sonrisa hermética de tos y de sangre.

El padre Natera, acompañado de Jesús, recorrerá las leproserías, las cárceles, las minas y las fábricas del cielo y apoyará a los trabajadores en sus manifestaciones y convocará jornadas de lucha y de paro para animar a los menesterosos a seguir defendiendo su dignidad y sus derechos. Y al final de la jornada, se reunirán en las tabernas del cielo para apurar unos vasos de vino, hablar del trabajo, del “pan para todos” y de la justicia social. Y terminarán cantando La Internacional, hasta que llegue San Pedro, que es un viejo aguafiestas y gruñón, y les diga que son las seis de la mañana, que allí no hay quien duerma y que, si no se van a casa inmediatamente, San Miguel, acompañado por un piquete de ángeles con uniforme gris, los conducirá a los sótanos del cuartelillo que hay en el cielo.

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