La batalla de Alcolea (Notas cordobesas)

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La Batalla de Alcolea según Ricardo de Montis

Córdoba, la ciudad que parece dormida sobre los laureles de sus pasadas glorias, al llegar el mes de Septiembre del año 1868 despierta de su profundo letargo, adquiere nueva vida; á la calma, á la tranquilidad que constituyen su sello característico suceden una animación extraordinaria, un inusitado movimiento, precursores, sin duda, de sucesos memorables.

En el paseo de la Ribera, en el Patio de los Naranjos, en el Triunfo, en los jardines de la Agricultura, fórmanse grupos que hablan en voz baja, misteriosamente, y comentan las últimas noticias.

Por la noche no es estraño ver á algunas personas congregadas bajo la luz mortecina de uno de aquellos viejos faroles triangulares alimentados con petróleo, que leen, tomando toda clase de precauciones para no ser sorprendidas, un periódico denunciado ó una carta con nuevas interesantes.

¿Qué ocurre, qué motiva esta súbita é inesperada transformación de nuestro pueblo? Es que el cielo de la política, preñado de oscuros nubarrones, amenaza con una tempestad espantosa; es que se está elaborando una revolución.

Por eso en cualquier plaza, en cualquier lugar espacioso, donde acostumbra á reunirse la gente, un orador popular improvisa una tribuna y desde ella hace la apología de sus ideales y excita al pueblo para que le ayude, con la confianza de que el triunfo ha de proporcionarle la verdadera felicidad.

Entre estos oradores populares se distingue por su fogosidad, por su entusiasmo y sobre todo por la resistencia de sus pulmones, puesto que hay día en que pronuncia cuatro y cinco discursos, el republicano don Francisco de Leiva Muñoz, hombre de figura atlética, de voz estentórea, que se multiplica, que está en todas partes, que no descansa un momento y que como premio á sus trabajos, sólo consigue que, enmedio de una de sus peroraciones, le interrumpa un negro gritando: ¡no queremos oir a osté!

Don Ángel de Torres, don Francisco Morillo, don Manuel Luna, don Francisco de Portocarrero, don Rafael Barroso, don Francisco de Leiva, don Santiago Barba y don Rafael Gorrindo, personalidades que forman la Junta revolucionaria, son los hombres del día y á ellos acude todo el mundo en demanda de noticias y antecedentes.

Empiezan á llegar las tropas liberales y el vecindario las recibe con cariño profundo; como un padre recibe á sus hijos. Les facilita cómodos alojamientos; las colma de atenciones; las mujeres no cesan de confeccionar, para regalarlos á los soldados, los lazos rojos que han de servirles de distintivo á fin de que no se les confundan con las huestes enemigas, las cuales los ostentarán negros.

Las familias aristocráticas se disputan el honor de albergar á jefes y oficiales.

La población semeja un gran campamento.

Una mañana estraños vítores atruenan el espacio y se confunden con el correr de los caballos y la gritería de la multitud; ¿qué sucede? Que un bandolero famoso, Pacheco, acompañado de sus camaradas y amigos, quienes le dan vivas aplicándole el calificativo de general, se dirije al palacio de los Duques de Hornachuelos para pedir al Duque de la Torre el indulto y ofrecerse, en cambio, á pelear en el sitio de más peligro.

Y el bullicio, y la espectación, y las carreras, y hasta los sustos que ocasiona la presencia en las calles del bandido, se repiten y son mayores cuando al volver Pacheco por el ansiado indulto, en virtud de ordenes del general Caballero de Rodas, una certera bala de un soldado le hace caer exánime de la cabalgadura, en medio de la plaza de la Trinidad.

Llegan los días 28 y 29, días de la memorable batalla, y un ambiente de tristeza infinita se estiende por la ciudad; hay verdadera ansia por saber el resultado de la lucha, lucha terrible, espantosa, que en unas cuantas horas arrebata la vida á. muchos hombres y siembra el luto en multitud de hogares.

Recíbense los primeros telegramas que los indivíduos de la Junta revolucionaria leen en público; después los periódicos publican extraordinarios, ampliando las noticias transmitidas por el telégrafo y hombres y mujeres materialmente se los quitan de las manos á los vendedores y devoran la lectura de aquellas hojas, reflejándose en unos rostros la alegría y en otros la desilusión y la pena.

De pronto corre como reguero de pólvora el anuncio de la llegada de los primeros heridos y el vecindario en masa se apresta á recibirles, á cuidarles con desvelos de madre y dulzuras de novia, dando el espectáculo más hermoso que registra la historia de nuestra población.

Desde entonces Córdoba tenía conquistado el título de Muy hospitalaria, que recientemente se le ha concedido, merced á las gestiones de don José Osuna Pineda.

En los andenes de la estación apíñase una abigarrada multitud compuesta de elementos de todas las clases sociales, que se apodera de los valientes soldados víctimas de su deber, y en carruajes, en sillas, en escaleras, en los brazos; los conducen á sus casas para restañarles las heridas, más que con los medicamentos que aconseja la ciencia con el inapreciable bálsamo del cariño.

Las hijas de los barrios de Santa Marina y San Lorenzo sobresalen en esta humanitaria y hermosa misión y como verdaderos ángeles de la caridad descuellan dos extranjeras, la hermosísima Duquesa de Castiglioni y la ilustre Condesa de Bark, que realizan actos de abnegación, dignos de ser consignados en páginas inmortales.

Y siguen llegando trenes con los heridos y á la vez que las casas particulares se llenan de víctimas los hospitales de sangre instalados en el de Agudos, en el Hospicio, en el convento de los Padres de Gracia, en el Instituto de segunda enseñanza, en el Círculo de la Amistad, y los médicos se multiplican para acudir, con prontitud, donde quiera que reclaman sus servicios.

Los pobres mártires de su deber sufren con valor, con resignación, algunos hasta con júbilo, las curas más cruentas, porque saben que han caído bajo el plomo enemigo en el cumplimiento de su misión, aunque respecto á ella sea la ignorancia de muchos tal que más de cuatro de los que pelearon contra Isabel II, dicen á sus patronas con acento de convicción: ¡Qué fatigas hemos pasado, menester es que nos las recompense la Reina!

Al mismo tiempo que se desarrollan en la capital estas escenas, centenares de hombres del pueblo marchan á Alcolea para, ejercer otra obra no menos digna de alabanza: la de enterrar los cadáveres.

Pasadas las primeras impresiones, el pueblo vuelve á recobrar su alegría; sigue formando corrillos para comentar el resultado de la lucha y sus consecuencias; los ciegos, al compás de sus guitarras, entonan coplas referentes á la guerra y venden romances con los principales episodios de la terrible jornada, y en la boca de los mozos óyese á cada paso este cantar con honores de sátira:

"¿Qué es aquello que reluce
en lo alto de aquel cerro?
La quijá de Novaliches
que se está comiendo un perro".

Hoy de tal epopeya, que hizo estremecer los cimientos de Córdoba, sólo quedan unas cuantas páginas brillantes en el libro de nuestra Historia inmortal, una bien escrita obra de don Francisco de Leiva, un sencillo mausoleo erigido á las víctimas de la batalla junto al puente donde se libró, un recuerdo en la memoria de los ancianos y en algunas casas antiguas de nuestra ciudad, donde todavía no han entrado las conquistas del Progreso, un pesado quinqué de petróleo hecho con una bala de cañón de las encontradas en el campo de Alcolea.

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