Paseos y jardines (Notas cordobesas)

De Cordobapedia
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El origen árabe de nuestra raza influyó, sin duda, en el carácter de los antiguos cordobeses, influencia que no ha desaparecido todavía, para hacerles amigos del retraimiento, amantes del hogar, contrarios a la exhibición.

A esta circunstancia y a la de poseer muy cerca de la ciudad ese inmenso vergel, donde el espíritu halla recreo y la materia enferma salud, llamado Sierra Morena, débese que las autoridades de nuestra población se hayan preocupado muy poco de crear paseos y jardines y que, los formados en diversos lugares y épocas, sólo hayan sido punto de reunión de una escasa parte del vecindario, los domingos y días de fiesta.

El primer paseo de que se tiene noticia estuvo en el Campo Santo de los Mártires y no fue del agrado de los cordobeses que estimaron una profanación designar para sitio de solaz y recreo el paraje que guardaba los restos de los héroes invictos que vertieron su sangre en defensa de la Religión Católica.

Los cronistas de nuestra capital mencionan varias alamedas, formadas en las márgenes del Guadalquivir para esparcimiento del público, pero no determinan con precisión los sitios en que se hallaban.

En el año 1776 el corregidor don Francisco Carvajal y Mendoza dispuso la formación de una alameda en el campo de la Victoria y en 1811, durante el Gobierno francés, el Ayuntamiento adquirió un haza próxima a aquella, terrenos que poco después quedaron convertidos en el mejor paseo y los jardines más pintorescos de la ciudad.

Comprendían una gran extensión, parte de ella mucho más elevada que otra, por lo cual a unos jardines se les denominaba altos y a otros bajos, llamándose a ambos los jardines de la Agricultura.

Los altos eran los más favorecidos por la gente: en ellos abundaban las flores más vistosas y de exquisitos perfumes y poseían también algunas plantas raras y de mérito.

Delante de los jardines aparecía un cenador con arcos de hierro cubiertos de rosales y enredaderas; enmedio una fuente y alrededor pedestales con bonitas estatuas de yeso.

En el centro de dichos jardines se hallaba el salón destinado a paseo, rodeado de grandes asientos de piedra negra con respaldos de hierro.

Los jardines bajos, más que a las flores, estaban destinados a los árboles y arbustos y también se admiraban en ellos algunos ejemplares hermosos.

No faltaban, como era natural, los naranjos y palmeras.

Una de éstas, magnífica, de las mejores que había en Córdoba, fué necesario trasladarla del sitio en que se había criado al abrir la calle de Claudio Marcelo y se decidió plantarla en los jardines de la Agricultura.

En el transporte del magnífico árbol invirtiéronse muchos días y no poco dinero. Se le condujo en carretas arrastradas por varias yuntas de bueyes y, a costa de mil trabajos, se consiguió colocarla en el lugar que se le destinase.

Momentos después, un jardinero subió, por el tronco, a la copa de la palmera para quitarle las ramas secas, y aquella se tronchó casi por el centro, cayendo el pobre hombre desde gran altura y lesionándose gravemente.

Este suceso dió motivo a innumerables comentarios, chistes y hablillas y a la frase que entonces se hizo popular: "haz quedado más mal que la palma".

Separando los jardines altos de los bajos estaba la ría, un estanque de regulares proporciones, cercado por un asiento de piedra con barandales de hierro, cuya profundidad disminuyó mucho al efectuarse la nivelación del terreno del campo de la Victoria, y que varias veces ha sido cegado y descubierto, por considerarlo, ya perjudicial para la salud a causa del estancamiento de sus aguas, ya útil para el riego.

La gente murmuradora dió fama a la ría por considerarla punto de reunión nocturna para ciertas aventuras.

En este delicioso paraje sólo reinaba animación los domingos y días festivos; la buena sociedad iba al salón a pasear y en él formaba amenas tertulias; el pueblo recreabase en los jardines con el encanto de las flores; los chiquillos jugaban en las enarenadas sendas sombreadas por los copudos árboles o se distraían arrojando migajas de pan a los peces de los estanques.

Los días dedicados al trabajo aquellos sitios estaban casi desiertos. Sólo había un par de docenas escasas de personas muy conocidas en esta capital, que en todos los tiempos, invariablemente, acudían por las tardes a los jardines de la Agricultura para esparcir el ánimo, hacer ejercicio y pasar un rato con los amigos en amena charla.

Entre esas personas las más constantes eran el farmacéutico don Antonio Ortiz Correa, su hermano don José, el secretario del Ayuntamiento don Miguel Lovera, el escribano don Pedro Aguilar, los sacerdotes hermanos don Manuel y don José Jerez y Caballero, el labrador don Manuel Sisternes y el ingeniosísimo don José González Correas.

Sentado en un banco del extremo inferior del paseo, siempre solo, encontrábase invariablemente al oficinista don Rafael Rojas con su luenga barba blanca y su descomunal sombrero de copa.

Y al atardecer presentábase don Manuel Roldán, la estatua ecuestre como muchos le llamaban, en su hermoso caballo blanco, deteniéndose a cada minuto para charlar con cuantas personas hallaba al paso, siempre afable y bondadoso.

Con el pretexto de que era necesario un extenso campo para instalar la feria de Nuestra Señora de la Salud y para que pudiesen efectuar ejercicios las tropas de la guarnición, destruyéronse los preciosos jardines altos, se desmontó el terreno que ocupaban y quedó un llano polvoriento, sin arboleda, casi intransitable.

El excelente alcalde de esta capital don Juan Tejón y Marín concibió y realizó el laudable proyecto de formar en parte de aquel llano otros jardines a los que dió el nombre del Duque de Rivas, pues se proponía erigir en el centro de ellos una estatua al insigne autor de El Moro Expósito, para la cual se colocó la primera piedra en el centro de los jardines.

Estos se empezaron a formar a la entrada de la Primavera y como llegara la feria y no tuviesen todavía más que unos cuantos árboles y arbustos el señor Tejón y Marín, para exornarlos convenientemente, impuso una contribución original a todos los empleados del Municipio. Cada uno había de donar una maceta para los flamantes jardines, así consiguió que el día de la Pascua de Pentecostés estuviesen llenos de flores.

La ocurrencia no dejó de ser comentada y un periódico satírico publicó una caricatura que representaba a un guardia municipal con un tiesto al hombro, poniéndole debajo la siguiente cuarteta:

"Barea el municipal

ayer pasó por aquí;

llevaba al hombro un rosal,

por eso le conocí".

En 1843 se construyó el paseo de San Martín en el solar del convento de dicho nombre. Se hallaba en alto y se subía a él por una escalinata. Tenía la forma de una cruz, en cada uno de cuyos ángulos se formó un pequeño jardín y estaba rodeado por los mismos muros del convento.

Durante algunos años, en las noches de estío, constituyó el punto de reunión obligado de la buena sociedad cordobesa.

En el año 68 procedióse a transformar y ampliar notablemente este paraje, convirtiéndolo en el paseo del Gran Capitán, que comprendía desde la calle del Conde de Gondomar hasta la carrera de los Tejares, hoy prolongado hasta la Estación Central de los ferrocarriles.

Puede decirse que, desde su fundación este ha sido el paseo predilecto de los cordobeses; en él se respiran los aires puros de la Sierra, constantemente embalsamados, en Primavera, por el perfume del azahar que cubría los naranjos en mal hora quitados de dicho paraje.

En los solares que limitaban al nuevo paseo pronto se elevaron magníficos edificios, como el Gran Teatro y el café contiguo, el palacio de los marqueses de Gelo y la señorial morada de don Juan de la Cruz Fuentes.

Con estas y otras bellas construcciones contrastaba de modo lamentable el medio derruído caserón en que tuvieran, durante muchos años, las oficinas de la Delegación de Hacienda entre ruinas y escombros.

Al crearse este paseo comenzaron a celebrarse en él las tradicionales veladas de San Juan y San Pedro, que antes se verificaban en la calle de la Feria y en la Ribera.

Este era otro de los sitios de reunión veraniega más antiguos de nuestra ciudad.

Allí acudía el pueblo para aspirar las frescas brisas del Guadalquivir y para distraerse viendo los ejercicios de natación de los bañistas.

Los mozos obsequiaban a las mozas con dulces y ramos de jazmines en los puestos de las numerosas arropieras que instalaban allí su mesillas o con los sabrosos higos chumbos, de los que también abundaban los vendedores.

Las noches de los domingos asistía a la Ribera la banda de música y la concurrencia de público era extraordinaria, viéndose confundidas todas las clases sociales.

Hoy el sitio mencionado esta casi siempre desierto; sólo acuden a él los pescadores de caña y algunos viejos apegados a la tradición, salvo en épocas de grandes crecidas del río en las que, a todas horas, abundan los curiosos en el olvidado paseo.

Hay dos lugares en nuestra ciudad en los cuales, antiguamente, tenían sus diarias tertulias, varios respetables ancianos que quizá no fueron nunca a la Victoria, a San Martín ni al Gran Capitán por recreo, para tomar el sol en el invierno y el fresco en el estío; son dichos lugares el Patio de los Naranjos de la Catedral y el Triunfo de San Rafael contiguo a la puerta del Puente.

En ambos parajes, por las mañanas durante los meses de frío, por la tarde en la época de calor, ya paseando con andar torpe a causa del peso de los años, ya sentados en los poyos de piedra, veíase cotidianamente a varios viejos, que sostenían una charla muy animada y curiosa.

Recordaban sus tiempos, sus aventuras, repasaban la historia, y algunos de aquellos ancianos narraban a sus contertulios episodios de las guerras carlistas, en las que tomaron parte.

Las mozas del pueblo y los muchachos solían reunirse en otros lugares muy pintorescos, en los clásicos huertos cordobeses, mezcla de huerto y de jardín, que hoy van desapareciendo como todo lo antiguo.

A ellos acudían las muchachas, los domingos y días festivos, para comprar flores, y en las calurosas siestas del estío para bañarse en las albercas y, después de la compra o el baño, formando animados corrillos, paseaban por las revueltas calles del huerto, túneles de perpetuo verdor, formados por los frondosos árboles, las plantas trepadoras y las macetas de albahaca, geráneos [sic] y claveles.

Los chiquillos también iban, a bandadas como los pájaros, para zambullirse en las albercas, previo pago de dos cuartos, o para adquirir hojas de morera con destino a los gusanos de seda, que en casi todas las casas había.

Y en el huerto corrían y saltaban, como potros sin freno, y, si el hortelano se descuidaba un instante hacían la doctrina, dejando un cuadro sembrado de habas o un árbol frutal como los dejaría el más terrible pedrisco.

En distintas épocas, a costa del Ayuntamientos se plantaron alamedas, para solaz del vecindario, en varios puntos de la capital siendo dos de las más antiguas la del Campo de San Antón y la próxima a la Cárcel, sitios en que se colocaron asientos de piedra para el público.

Y, ya en nuestros días, se han formado jardines en casi todas las plazas de la población, algunos de los cuales, como el del Campo de la Merced, donde se trató de crearlo a fines del siglo XVIII, el del Campo Santo de los Mártires y el de la plaza de la Magdalena, serían muy pintorescos y deliciosos, si no careciesen de riego, por falta de agua, ni estuviesen casi abandonados como se encuentran.

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