Córdoba en 1836: apuntes y recuerdos (Francisco de Borja Pavón)

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Francisco de Borja Pavón recogió en el Diario de Córdoba una crónica sobre los acontecimientos acaecidos en la ciudad de Córdoba en el año 1836 como consecuencia de la Primera Guerra Carlista que llevó a la ciudad de Córdoba a sufrir el asalto por parte de las tropas carlistas.

Estos artículos fueron publicados entre el 29 de septiembre de 1896[1] y fueron el resultado del interés del erudito cordobés en recoger los sucesos que acaecieron en la ciudad de Córdoba durante el mes de octubre de 1836.


I

La fecha del último día de Septiembre es para Córdoba tristemente memorable. Señala en los anales de nuestra ciudad importantísimos sucesos ocurridos en 1836, algunos años, como se ve, antes de mediar el actual siglo XIX, que se acerca a su fin. Aun pueden algunos contemporáneos, si no muchos, recordar las incidencias de la revolución y de la guerra civil en aquel año. Era el tercero del reinado y minoría de Doña Isabel II, y de la guerra dinástica entonces iniciada, y una y otra causa de perturbación iban en aumento; y la del Carlismo, según algún historiador, había llegado al apogeo de su fuerza.

El infante Carlo María Isidro de Borbón, aspirante al trono y autoproclamado Carlos V

En meses anteriores habían acaecido sucesos tales, como el fusilamiento de la madre del caudillo carlista Cabrera, motivo de execración y asombro para el orbe civilizado; la sublevación de las tropas en la Granja, acaudilladas por sargentos, que en 12 de Agosto impusieron a la reina gobernadora Doña María Cristina de Borbón el juramento del Código constitucional promulgado en Cádiz en 1812, objeto ya de amor, ya de odio exagerado para los bandos militares; la muerte desastrosa, el 15 del mes referido, del capitán general de Castilla la Nueva don Vicente Genaro Quesada, aprisionado en Hortaleza, muerte que acompañaron circunstancias horribles; y la caída del ministerio, cuyos individuos, en su mayor parte, tuvieron que escapar clandestinamente, huyendo de las iras populares desencadenadas contra el partido moderado, y mal contenidas, si no alentadas por juntas, hijas del levantamiento del pueblo y de los guardias nacionales, sobreexcitados por la común desdicha.

Fué uno de esos ministros caídos y tránsfugas el generoso e inofensivo duque de Rivas, don Angel de Saavedra, por tantos títulos ilustre, del que había procedido un celebrado plan de estudios, honrado con su firma y la cooperación de Gil y Zárate. En el ejército, el general don Luis Fernández de Córdoba, no pudo resistir al torrente de la opinión triunfante, que condenaba sus principios y conexiones políticas, y a pesar de la nombradía, prestigio de victorias, precedentes y fructuosos planes para contener el carlismo, se vió en el caso de dimitir el mando.

En nuestra capital, a últimos de Julio y primeros días de Agosto, se había secundado el alzamiento de Málaga y de otras capitales andaluzas, pronunciadas, según el lenguaje de la época, contra la infortunada dominación anterior. Había surgido una junta de Gobierno para fomentar el entusiasmo liberal, allegar recursos, armar y defender a los adictos a la libertad política, asociada al trono de Isabel, y tener a raya a los enemigos de su bandera. Alardes imprudentes, esperanzas insensatas, malos tratamientos, cuando injustos; cuando provocados y mal sufridos, violencias, exacciones, desmanes promovían alternativamente terrores, anhelos de venganza, obcecación, deseos de dominio, y mantenían una tensión de intolerancia, causa para todos de inquietud y de malestar.

Signo de tirantez y espíritu del tiempo fué, y como complemento de la clausura de las casas monásticas, y extinción de las órdenes religiosas, realizada un año antes por el progreso político, el que se expulsase a los ermitaños del desierto de Belén, y se les despojase de la finca de Pedrique, por más que no fuese congregación unida por votos indisolubles. A poco pudimos ver en Sevilla al hermano mayor, V. Remigio Olea, de familia distinguida, condenado a mudar el rústico saco del eremita penitente, por la negra y nada airosa levita, en el trafago social a que fué impelido desde su monte solitario. Nadie pudo preveer que a la vuelta de algunos años, tornarían personas desengañadas a la morada del retiro y la sobriedad; que pobres famélicos subiesen de nuevo la cuesta Agria para recoger el sustento cotidiano; que Reyes y Prelados visitasen la famosa cumbre, y que insignes poetas de corazón, contribuyesen a la celebridad del lugar, observando lo poco que falta desde el pié de la enhiesta cruz para llegar al cielo.

En este año memorable, que hasta se cerró con el fallecimiento del General don Francisco Espoz y Mina, célebre en otras épocas, menos afortunado en la última y rendido a la fatiga, a los desabrimientos y a los años, también otro guerrero cordobés de vida gloriosa y muerte infausta, don Diego León y Navarrete, figuró en primera línea en un hecho de armas que, siendo motivo de satisfacción para los liberales sus compatricios, se trocó por combinación providencial, en causa indirecta de llanto y desolación para la ciudad que vió nacer a aquel Bayardo español, como entonces se le solía llamar. La acción de Villarrobledo, en 20 del mismo Septiembre, precedió a la catástrofe cordobesa, objeto principal de estos recuerdos. Jefe León de la caballería que hacía parte de la división que mandaba el General don Isidro Alaix, que venía en persecución de la expedición carlista, acaudillada por Gómez; por un movimiento hábil y rápido, en el choque que las fuerzas contrarias tuvieron en los campos y ciudad de aquel pueblo, logró con sólo ciento setenta jinetes húsares arrollar y cortar muchos batallones de infantería y escuadrones carlistas, haciéndoles mil y quinientos prisioneros con gran número de bajas y recogida de armas.

Fusilamiento de la madre del General Cabrera

El General carlista expedicionario, don Miguel Gómez, nacido en Torredonjimeno, de la colindante provincia de Jaén, había podido recorrer impunemente muchas de España, casi sin tropiezo, merced a su habilidad y rapidez de movimientos y a la lentitud y escasa fortuna de las huestes perseguidoras. En la corte del pretendiente, y al calor de la organización progresiva de sus legiones, había tomado cuerpo la opinión de que convenía sacar del recinto de las provincias montañosas del Norte el pendón de la que allí se proclamaba como su legitimidad, cual medio de propaganda; con el que en sus ilusiones se figuraban que la nación toda en cuyos ámbitos contaban no poco número de partidarios, se levantaría en armas por ella, adhiriéndoseles contra la augusta niña ocupante del trono, y en pró del príncipe aspirante a él, aquélla hija y hermano éste del último monarca. En la corte de Don Carlos se había discutido mucho la conveniencia de tal tentativa.

Las malogradas de Guergué en Cataluña y Batanero en Castilla, no las habían acreditado. Allí, donde la suerte varia de las armas y la equiponderancia de sus mantenedores, devoraba reputaciones y producía la frecuente mudanza de generales y caudillos, como de la parte de acá no opinaban todos concordes en este punto. El Conde de Casa Eguía no era favorable a las peregrinaciones: pero su sucesor don Bruno Villarreal, en Junio de este año de 1836, mas de concierto con las intenciones de su señor y corte aventurera, dispuso la salida para Asturias y Galicia de la citada expedición, cuyo mando se confió al mariscal de campo el mencionado Gómez; en número que no llegaba a tres mil hombres.

Venía de segundo jefe el Marqués de la Bóveda, y al frente de la caballería el Brigadier don Santiago Villalobos. En Utiel se les agregaron don Joaquín Quilez y don José Miralles, conocido por el Serrador, que comandaban en Aragón y Valencia las facciones carlistas; trayendo un contingente de fuerzas mayor que el de Gómez, y aumentándolo con voluntarios y conscriptos, en su tránsito, y con la adhesión del terrible guerrillero Cabrera. Los expedicionarios, ocultando su dirección verdadera hacia la corte, sorteando los movimientos de las columnas perseguido-ras, confiadas a don Isidro Alaix y don Evaristo San Miguel, se apartaron de Cuenca yendo para Albacete. La división del primero alcanzó a los carlistas, como ya se ha indicado, en los campos y cercanías de Villarrobledo, y este descalabro, con pérdida material y moral de los carlistas, desvió a Gómez de su primer propósito de acercarse a Madrid, y torciendo el rumbo a las provincias andaluzas, cayeron en Úbeda el 24 y en Baeza el 26 de Septiembre. Por tal manera el triunfo parcial del valeroso cordobés Diego León, hizo que descargase en esta tierra la avalancha de las huestes de don Carlos, y trajo consecuencias tan funestas a esta nuestra amada población.

II

Vista del Alcázar (1833)

La consternación y la inquietud se hicieron sentir en Córdoba, al saberse la entrada de las fuerzas carlistas en la provincia de Jaén, por el punto de Barranco hondo. La junta de armamento y defensa en que se había transformado la del último pronunciamiento, se apercibió desde luego a la resistencia. Pero los invasores no dejaban tiempo ni serenidad para aprestar los preparativos. Con rapidez imprevista avanzaban hacía este punto; y cada etapa o jornada en que se aproximaban, aumentaban la sorpresa y perturbación.

En el hecho de organizar la resistencia, hubiera sido lo más conveniente fortificar toda la ciudad, ya que de hacerlo solamente en una parte de ella, se tropezaba en el inconveniente gravísimo de salvar apenas las vidas de los defensores, dejando ocasión de hacer costosas represalias, y ofrecer copioso fruto a la rapacidad de los enemigos en lo restante de la población. Se incurrió, sin embargo, en tamaño desacierto.

Destinaron para fuerte el Palacio Episcopal, el Seminario de San Pelagio, la llamada casa del Triunfo, separada entonces y hoy incorporada en el mismo Seminario; el antiguo Alcázar o inquisición y cárcel pública. Incluyóse además el edificio de las Caballerizas, y en el ángulo que forma con el Alcázar, frente del ya derruido Arco de la guía, ingreso a la amplia calle entre estos edificios, se colocó una batería.

Se hicieron fosos, empalizadas, troneras y caballos de frisa en distintos puntos, y en las tres principales puertas de la ciudad, y se cerraron o tapiaron las demás; aunque el flaco y viejo muro de circunvalación, de tierra en gran parte, sin estar como ahora abierto en muchas, pudiese ofrecer sino un ilusorio parapeto. Dirigió las obras con celo y premura, a falta de ingeniero, el arquitecto de la ciudad don Ángel de Ayala, y se invirtió en su costo una buena parte de los caudales, exigidos al Cabildo eclesiástico en los días del pronunciamiento anterior.

Aunque las obras presentasen notables defectos a los ojos del arte militar, la falta de tiempo y de recursos, pudieran excusarlos; más difícilmente justificarían los más accesibles a la consideración vulgar. Tales fueron el no parar mientes en la Catedral y su torre, edificaciones en verdad y respectivamente más fuertes y dominantes; y no preveer las flaquezas de la construcción.

La población fué declarada en estado de sitio, y se refundió en la militar el poder de las demás autoridades. Continuando los trabajos de fortificación, se colocaron en su batería dos cañones con que se contaba, y llegó a reunirse en Córdoba una fuerza como de dos mil hombres, en cuyo número figuraban los nacionales de la provincia, principalmente los de la capital, Iznájar y Montilla, con un contingente de escopeteros de seguridad pública y del resguardo. Al saberse el día 29 la llegada de la facción carlista a Villa del Río, creció notablemente en esta capital el azoramiento y la agitación. Concurría al movimiento interior el conato más o menos feliz de los que querían marcharse, o contrariados vacilaban en su resolución, y la continua mudanza de traslación de muebles, enseres y objetos que se querían ocultar y preservar de probables depredaciones en momentos de soltura demagógica y ardimiento de belicosas iras. Y en la expresión de las mismas gentes la procacidad amenazadora de unos, o el coraje de los que apaleaban o herían a los enemigos presuntos, presagiaban momentos terribles. Ni lo que pasaba en el Fuerte podía trocar en calma los tristes augurios.

Las personas encargadas en abastecerlo de municiones de boca y guerra, suponiéndoles la indispensable aptitud, hubieron de hallar obstáculos insuperables que deslucieron su empeño. Presto se echó de ver la falta de artículos tan necesarios como el aceite, que se intentó en algún caso sustituir con tocino. Se trató de fundir balas y faltaron medios mecánicos y pericia para la ejecución.

Predominaba la soberbia sobre el consejo; no se concertaba con el orden cierta actividad febril, hija de un vértigo de desesperación, más que de la serenidad y entereza en tan apurado trance requeridas. Así se refería después por varios de los actores y víctimas de la trágica historia. En aquella noche, que pudo compartir el epíteto de Triste con la de Hernán Cortés, ya encerrados en el llamado Fuerte, las fuerzas defensivas, y allí depositados para su custodia caudales públicos y documentos de interés, géneros de comerciantes y bienes de particulares, resaltando en el común sentimiento la falta de dirección atinada, se convocó una junta de autoridades y de varios individuos nombrados por la milicia. En ella se decidió, por una mayoría de treinta y nueve votos contra veintidós, la conveniencia de no defenderse. Pero tal fallo de la previsión tardía, burló esta vez el poder numérico, y la resolución numantina de los bravos, venció a los pusilánimes.

El traductor del inglés Dunham, y adicionador de su Historia de España, con referencia a los sucesos de estos días, dijo con visos de mal humor: «De los vocingleros que en aquellos lugares (Andalucía) dominaban, haciéndoles aparecer consumidos por el ardor de su pasión a la causa apellidada de la libertad, algunos se escondieron medrosos, y otros se arrojaron imprudentes a la pelea, pero siendo corto el número de estos últimos, pagaron con derrota su atrevimiento».

Entre los defensores de Córdoba no dejó de haberlos muy serenos y alentados: pero lo que no parecerá extraño, decaeció el denuedo, quizá con decepción propia, en muchos engreídos, y abatió menos a los que no pecaran de jactanciosos. En la situación de aquella noche fatal, y temerosa víspera, el jefe militar don Bernardino Martí, dejó el mando, haciendo una salida para un reconocimiento fuera de los lugares fortificados, y no volvió, puesto ya en salvo, y trayendo con más viveza a su memoria la responsabilidad que sobre él pesaba, como custodio de los intereses del Infante. Para reemplazarle en la dirección de la defensa, fué nombrado el bizarro coronel don Francisco del Villar, que caballeroso y firme, desde el sosiego de su hogar, fué arrebatado por las circunstancias a la senda de las fatigas marciales y de un término desastroso.

III

Estado de parte de la muralla de Córdoba -1838- (Puerta de Plasencia)

Nebuloso y sombrío por demás, aparecía el horizonte de Córdoba, en lo político, al amanecer el funestísimo día 30 de septiembre. En aquella mañana habían quedado establecidas las guardias de las puertas urbanas, y la fuerza de caballería se había disuelto, por inútil, a la sazón. La de los nacionales cordobeses, de la misma arma que comandaba don Diego de Raya y Bascuñana, a la que se encargó un movimiento de avanzada hacía Andalucía, pudo en parte retirarse después en dirección a Almodóvar, sin duda con la mira de reunirse a las fuerzas del ejército constitucional que se aguardaban de Sevilla.

Fué elemento importante en la organización de los preparativos de defensa, por su iniciativa, decisión y actividad genial, don Francisco Díaz de Morales, oficial superior de artillería, consagrado siempre, a pesar de su estirpe nobiliaria e histórica, a las causas y movimientos más populares y de significación democrática. A él se debe también, en la representación que elevó a la Reina gobernadora en 23 de octubre de 1837 reproducida por el diario cordobés La Crónica, en igual mes de 1880, una minuciosa y concreta reseña de los sucesos que vamos anotando. En este curioso documento se abona con plausibles razones la desgraciada defensa, y se vindican contra sus detractores el sano designio y fortaleza de los que sufrieron sus efectos. Dicho señor fué, muy de su grado, y por encargo de la Junta de Córdoba, explorador diligente en Despeñaperros, de la dirección que traían las fuerzas carlistas; y sus avisos, transmitidos a Sevilla, Cádiz y Málaga, debieron ser muy útiles para el gobierno de aquellas capitales, a las que la nuestra los enviaba para sus disposiciones preventivas, luego de repuestas de su primera sorpresa.

Una avanzada de las fuerzas de Córdoba, que el 23 llegó hasta Andújar, bajo el mando de don José Povedano, tuvo alguna colisión con los facciosos; y de sus resultas, un individuo del resguardo muerto. Pudo aquélla, en su regreso, dar noticia aproximada de las fuerzas enemigas, que se computaban en unos ocho mil hombres. En la mañana de este día, reunida en la Plaza Mayor la milicia nacional de Córdoba, fué a reunirse en el Fuerte con las venidas y procedentes de los pueblos de la provincia, las movilizadas de la caballería y la brigada de artilleros. La milicia de Córdoba ocupó el Colegio de San Pelagio, más reducido en su extensión entonces, y la huerta del Alcázar. La de caballería salió de la población, según antes se indicara. Quedaron de esta arma dentro de ella, algunas partidas de francos y del resguardo, que mandaban el referido Povedano y don Tadeo Calvo. Una de escopeteros, bajo las órdenes de don Francisco Muñoz, ocupó el palacio Episcopal. Piquetes de los varios cuerpos se distribuyeron extramuros y hacia las puertas de la ciudad. De las milicias de los pueblos se formaron dos batallones, sujetos al mando de los Comandantes de Iznájar y de Montilla. El de la capital lo estaba al de su propio jefe don Miguel Cabezas. Al fuerte habían ido, tal vez más que a combatir, a buscar refugio, y con más o menos expontaneidad, muchos empleados civiles, no pocos particulares, nada avezados y agenos al uso de las armas, concejales, algunos eclesiásticos, y por orden su-perior todos los militares retirados. A uno de éstos, el Teniente Coronel y Capitán de granaderos de Córdoba, don José Domínguez, se le nombró Gobernador del fuerte—, de la torre de la Calahorra, en el puente, a don Antonio Ferri, también oficial retirado, y al señor Díaz de Morales se le hizo jefe de Estado Mayor. A el mismo ferviente patriota, se le encomendó en el recinto de las murallas, la línea comprendida desde la puerta de Martos a la de Plasencia, con veinte hombres de cada una de las cuatro compañías de fusileros nacionales de Córdoba, voluntarios de Andalucía y destacamentos de las milicias de Priego y Rute.

El distrito del Norte, cuyas bases eran la Puerta del Rincón y adjuntos torreones, se confió a los señores Povedano y Calvo con sus partidas y nacionales agregados del Carpio, y alguno otro pueblo. Debían asimismo atender al espacio que medía desde la Puerta del Santo Cristo a la de Almodóvar. El distrito o línea restante, quedó bajo la protección de los reclusos.

Hacia las nueve de la mañana, reconocida la fuerza invasora que se acercaba, súpose que se componía de doce batallones, ocho escuadrones, dos piezas de artillería ligera y muchedumbre menos organizada de los bandos de Forcadell, Orejita, Palillos y turba de aventureros agregados a la expedición car-lista, a su tránsito por las poblaciones recorridas. A las dos de la tarde se acercó la hueste carlista a los muros de Córdoba, en cuyas puertas principales, la Nueva, la del Rincón y la del Puente, especialmente la primera, se hallaban e n expectación de la acometida las guardias de nacionales. Se dividió aquella agresora muchedumbre, distribuyéndose en torno del recinto para intentar su ingreso por varías partes. El lograrlo no costó grande lucha a la facción, ayudada del populacho que la aguardaba y que cooperó eficazmente a violentar las puertas, al cebo y atractivo del desorden y el saqueo.

Muchas gentes, en aquel día, se habían retraído de concurrir a sus faenas ordinarias del campo y los talleres. Contra la chusma rapaz, que pesca y goza, a río revuelto, en ocasiones tales, no se había adoptado medida alguna de previsión; ni siquiera una patrulla se destinó a enfrenar estos desafueros. La horda carlista forzó así las puertas del Santo Cristo de la Misericordia y las de Colodro y Plasencia. El grupo, en ésta situado, de nacionales de Priego y Rute, luchando con los de la facción en las calles, y señaladamente en el barrio de San Andrés, pudo hábilmente replegarse y llegar al fuerte, auxiliado de algunos voluntarios de Andalucía.

Cabrera en 1845

El General enemigo Cabrera entró por la puerta de la Misericordia, y por las de la izquierda muchas fuerzas de su séquito. Los nacionales, al ver las calles ocupadas por los carlistas, con repetidos combates en ellas, tuvieron que abrirse camino hasta las fortificaciones, alejadas como se sabe, al extremo de la ciudad. En esta retirada distinguióse por su valor y sereno espíritu el Capitán de nacionales de Córdoba don Antonio de Torres, que desde la Puerta Nueva pudo atravesar y arrostrando un continuo tiroteo, la vía urbana hasta el Fuerte, salvando el paso, muy disputado en aquellos momentos, de la calle de la Feria, y con daño de las fuerzas hostiles, si bien quedó prisionera la de voluntarios de Andalucía.

Las acaudilladas por el Serrador penetraron por la Puerta de Sevilla, con la ayuda de moradores del barrio del Alcázar Viejo. El desmandado y turbulento paisanaje, en varios puntos, cooperaba con hachas y otros instrumentos a la demolición de puertas y muros, distinguiéndose en la faena destructora algunos albañiles, poco antes ocupados en los trabajos de fortificación. También los mismos paisanos asesoraban a la soldadesca sobre el modo de cortar la retirada a las guardias exteriores. La entrada de los Jefes de las tropas del pretendiente contóse de varios modos y con diversas circunstancias. Al acercarse a nuestros muros, decíase que, preveía una corta discusión, trataron de sortear quién había de entrar primero; pero que Cabrera y Villalobos, juzgándolo como ofensa a su acreditada bizarría, se habían anticipado como una hora al grueso de la fuerza, viniendo con sus ayudantes y alguna caballería.

El historiador de Cabrera, don Buenaventura Córdoba, cuyas narraciones lograron la conformidad y sanción del biografiado, dice que «opinaba Villalobos por retroceder y esperar la infantería, cuando ya el ayudante don José Domingo y Arnau se había procurado hachas y fué el primero que empezó a romper la puerta. Ni Villalobos ni Cabrera vieron en los balcones y ventanas mas que mujeres que gritaban: "Viva la Religión, viva Carlos V"'.

Refirióse también, por entonces, que el mismo Cabrera estuvo a pique y riesgo de que le cogiera una canal de tejado que a sus pies cayó desprendida a consecuencia de un balazo, lo que lo irritó, creyéndolo de otro origen, y le hizo clamar: «degüello», con furioso arrebato. También al penetrar en una calleja sin salida, sólo acompañado de dos edecanes, encontró un grupo de los liberales armados, a quienes sorprendió con su sangre fría y altivez, escapando así de un trance que pudo serle funestísimo e influyente en el éxito de la lucha empeñada.

Al paso que los carlistas penetraban en la población, se echaban a vuelo las campanas de todas las torres, siendo la primera en los repiques la del convento de Trinitarios descalzos o Padres de Gracia. A poco se repetía el jubiloso estrépito en todos los campanarios; y con los vivas y clamores de los paisanos, las carreras y gritería de chicos y mujeres desalmadas, sí para unos era aquel ruido expresión de popular alegría, sonaba para otros, ocultos y temerosos, como la voz ronca de la trompa del juicio final.

IV

Imagen de la Mezquita Catedral hacia 1833 (Roberts)

Marchando en dirección al fuerte el brigadier carlista Villalobos, tal vez persiguiendo a los nacionales que a él volvían; en la Carrera del Puente, y en el sitio conocido por el Caño Quebrado, frente a una esquina de la Catedral, se encontró con una bala, disparada en una descarga, que le robó la vida. Perdiéronla a la vez dos paisanos y un granadero que le acompañaban, y que cayeron a los pies de Cabrera, según su citado historiador.

Se creyó por el momento, aunque se desmintió posteriormente, que el proyectil homicida había procedido de unos nacionales de Andújar, y de una posada llamada de la Herradura, y a la cual los invasores prendieron fuego. Más predominó en los defensores la creencia de que había partido del fuerte, y hasta se indicaba el nombre de un oficial de la milicia nacional de Córdoba, con fama de tirador diestro y cazador ejercitado. Difícil será aclarar este punto.

Pero la muerte del jefe distinguido de la caballería carlista, produjo en aquel momento una impresión pavorosa en sus secuaces. Algunos jefes les hacían retroceder por fuerza y a palos. Pero en Cabrera, compatricio, compañero y mozo valiente como Villalobos, exaltó el suceso a la par de la pesadumbre, la ira, y contribuyó a que los sitiados fuesen atacados con mayor celeridad y empuje. En el incendio de la posada murieron abrasados dos voluntarios de Andalucía, escapados en la retirada, en que otros quedaron prisioneros.

Posada de la Herradura a principios del siglo XX

En la suya, corrió gran peligro el jefe político don Esteban, a quien un señor Rosales, su acompañante, le libró con un disparo certero, del sablazo con que le amenazaba un faccioso. Pastor, como otros jefes civiles de aquella época, había venido a Córdoba con muchos proyectos de reformas y mejoras, y lleno de ilusiones de amor patrio. Emprendido el fuego y el ataque con vigor y tenacidad, los sitiadores rodearon al fuerte en su desmedida extensión, acometiendo por diversos puntos. A cubierto de los edificios contiguos se acercaron por el Palacio Episcopal y por el lado del Campo de los Mártires.

Dominados, como se encontraban, no podían juzgar las piezas de artillería en el ángulo del Alcázar. Hubo que abandonar la torre de la Calahorra, a consecuencia de ser herido el señor Ferri. Y el haber tomado posesión algunos tiradores carlistas de la torre de la Catedral, motivó el que desde estos puntos elevados se hiciesen de continuo disparos a los defensores del fuerte, con tino y precisión mortífera, y aún con menos resultado, desde los antepechos del puente.

Al anochecer de 1 día 30, determinaron los jefes carlistas enviar al fuerte, como en efecto lo realizaron, unas señoras de distinguida familia residente en la población, con el encargo de ofrecer a los sitiados la paz y seguridad personal, si deponían las armas. Esta intimación, parece se había hecho antes por medio de un oficial influyente, que se la reservó, sin dar cuenta. La señora a quien tocó esta comisión, fué la muy respetada doña Antonia Paroldo y Cantarero, esposa de don Diego Jover, acaudalado comerciante, y no sin razón tenido por adicto al trono de la Reina niña. Dicha señora, de dulce y apacible carácter, y de una delicadeza en lo moral y físico reconocida, no pudo eludir el ir al fuerte, aún oyendo silbar las balas sobre su cabeza. Puede suponerse la zozobra con que daría este paseo, si bien es justo decir, que el oficial carlista que la acompañaba, deudo de Cabrera, según se afirmaba, la trató con el mayor miramiento y respetuosa cortesía.

Reunidas las autoridades y jefes, unánimemente fué desechada la propuesta, resolviéndose continuar la defensa. Si alguno o algunos desearon la rendición, es lo cierto que no se atrevieron a expresarlo ante el temor belicoso y la ira amenazante que hubiera descargado sobre los prudentes y cobardes. A más del tesón que la honra sustentaba, inclinaba a la firmeza la previsión, bien fundada, de inicuos tratos y venganzas por parte del triunfante enemigo. Fué el jefe político el redactor de la contestación intransigente, a la que se añadía con lusitana arrogancia, que sí ellos, los carlistas, evacuaban la ciudad, no serían hostilizados. Continuó, pues, el fuego por cuatro o cinco horas, más nutrido y tenaz; y tocando las cornetas a parlamento, se repitieron las propuestas anteriores, que asimismo fueron desoídas y rechazadas. No cesó en toda la noche el tiroteo aterrador.

El vecindario que quedaba fuera de la escena del combate, y en el que faltaban muchos hombres, o por fugitivos o por encerrados en aquélla, agonizaba de temor y ansiedad al sentir el popular desenfreno, al escuchar las imprecaciones, los mueras, los ofensivos cantares e insultos a la Reina inocente y a su madre Cristina, a la que se apodaba con impúdica rabia. Las familias, arrinconadas y escondidas, lloraban la ignorada suerte de esposos y de hijos, y todo era fatiga, incertidumbre y postración. Y entre tanto sosteníanse los sitiados con más perseverancia y denuedo que el que hubiera podido esperarse de gente poco aguerrida en general, y a la que no podía inflamar la lucha en instante de apariencia adversa. Respondíase el tiroteo por varios puntos, pero se perdía terreno; y la mañana del primero de Octubre amaneció con signos del fatal vencimiento. Entonces y no antes, y después de no aceptarse la ofrecida capitulación, no volvió Martí al fuerte, y el sucesor Villar, conforme con las fuerzas que mandaba, se mantuvo en la resistencia.

Casa del Triunfo en 1781

Para mayor conflicto se habían apurado las municiones casi en su totalidad. El enemigo invasor había cortado las cañerías, y el tormento de la sed amenazaba a los sitiados. Horadando una pared del hospital de San Sebastián, contiguo al Palacio, o arrancando una ventana del mismo, pudo penetrar en él y asomarse a los balcones fronteros al Seminario. Las puertas del postigo y la principal del mencionado Palacio fueron rotas y maltratadas, y Muñoz, el encargado en la custodia y defensa de aquel punto, se vió forzado a retirarse después de obstinada pelea, y acosado por fuerzas muy superiores.

Acrecía el conjunto de contrariedades; el incendio, que con camisas embreadas habían prendido a la casa del Triunfo, cuya propagación acobardaba; el cuidado de los heridos que reclamaban curación urgente, y el agolpamiento a tal teatro de desolación de las numerosas legiones carlistas, reforzadas con las gentes del pueblo, furiosamente aliadas en aquellos días a la causa del pretendiente. Tal situación obligó al señor Villar, después de treinta horas de pugna defensiva, y aún reprimiendo el coraje de algunos so-metidos a su mando, a prestarse a la suspensión de hostilidades y a pactar las condiciones de la rendición.

El general carlista Fulgosio, en representación del jefe expedicionario Gómez, las propuso con cierta amplitud y moderación seductora, ofreciendo para los nacionales la libertad, un buen tratamiento y pasaportes a los que lo quisieran, preservándoles de toda molestia e insulto. Los vencidos reclamaron que se consignase por escrito la capitulación, pero el otorgante no accedió a ello, interponiendo como suficiente y sobrado el valor de su palabra. Los sucesos posteriores acreditaron lo vago y aéreo de esta garantía, la falsedad de lo convenido, y como se desmintieron tristemente la benignidad y consideración prometidas a los defensores de Córdoba. El día primero de Octubre, poco después de las tres de la tarde, se procedió a la evacuación del fuerte, aplazada aún la consumación de estas desdichas.

V

Llegado el momento tristemente solemne de la entrega, la hueste armada y la plebe furiosa hicieron irrupción violenta en el recinto, además de por los sitios que habían ganado en el ataque, por el Arco de la guía, recordando el ímpetu torrencial los versos de Virgilio:

Cual cerrado escuadrón, por donde espacio abierto se les da, rompen con furia...[2]

Los sometidos nacionales que se habían visto estrechados a ocupar el más interior de los edificios del fuerte, pasaron a la explanada del llamado Campo Santo, a hacer entrega de las armas. Oímos alguna vez a un amigo nuestro, don Pedro Molina, recordar, que por hallarse a la cabeza de la compañía de nacionales granaderos de Córdoba, fué el primero que tuvo que sufrir la humillación dolorosa. El acto se llevó a ejecución ante el concurso armado y ensoberbecido en su triunfo, y a presencia de casi todos los generales carlistas.

Cuidaron desde luego de que no rompiesen su cautiverio los rendidos que consideraban como prisioneros, sin razón ni distinción de circunstancias. Una escolta numerosa los condujo inermes, y muchos, descalzados o parcialmente desnudos, por la chusma auxiliar de la facción, encaminándolos por la ronda de la ciudad al convento de San Cayetano, en cuyo templo se les encerró con guardias.

Se hizo así, a pretexto de evitar insultos, y aun se prohibió por el general toda injuria, bajo pena de muerte, única a que toda tiranía suele recurrir en casos extremos. En esta marcha, al depósito de los prisioneros, intentando evadirse un infeliz nacional forastero, fue denunciado por unas mujeres que lo advirtieron, v asesinado allí mismo. Más afortunado algún otro, cual fué nuestro amigo don G. de E., en el bullicio y confusión de los momentos de la entrega, pudo salvarse de la infausta suerte, vestido de sacerdote y afectando un reposo que favorecía la gravedad de su semblante.

Los facciosos y sus amigos los paisanos, se entregaron desde luego en el fuerte al despojo de cosas y personas. A estos les tomaban camisas y zapatos, de que los expedicionarios tenían gran necesidad, y la plebe, a la vez, en la interpretación y ejercicio de la soberanía, se apoderaba de ropas, dinero y muebles transportables, destruyendo lo que no podían llevarse, como mesas, camas y otras cosas.

Pedro Antonio de Trevilla, obispo de Córdoba (1805-1832)

Pero la masa invasora, sin invocar derechos de guerra, y por vandálico instinto, se posesionó de bienes cuantiosos, de depósitos de casas de comercio, de enseres de uso doméstico, de dinero y alhajas, hasta del Municipio; de fondos de amortización, papeles, documentos y expedientes importantes de las oficinas públicas, perdiendo y desgajando con ceguedad y furor salvaje, lo que era de tanto interés conservar para la fortuna pública y privada, y para el curso de la vida social. Ineficaz era en tales momentos toda invocación de orden, toda reclamación de disciplina respectiva, a los que, aun queriéndola, no podrían imponerla a la amotinada y ávida muchedumbre.

Entre las circunstancias e incidentes memorables de aquellas jornadas luctuosas, por lo que se enlaza con la cultura literaria. y el estudio científico, hay que lamentar que el grupo de combatientes que penetró en el palacio Episcopal, y se hizo dueño de los balcones, que en particular pabellón hacen frente al Seminario, se apoderó del salón de la Biblioteca, y algunos, por mera propensión de la ignorancia y espíritu destructor, abrieron puertas de la estantería y comenzaron a arrojar libros. El daño fué prontamente contenido.

El celo de eclesiásticos y particulares, pudo reponer posteriormente algunas pérdidas; pero rumores malignos quisieron atribuir más tarde a tal incidente, el extravío de algunos volúmenes curiosos. Y desde entonces, esa biblioteca, mirada con amor y enriquecida por los ilustrísimos señores Obispos de Ayestaran y Trevilla y sus antecesores, quedó cerrada al disfrute y aprovechamiento público, con perjuicio de su propia conservación y aumento, antes y después de la incautación revolucionaria, por iniciativa de Zorrilla, que la cohonestó con el designio de utilizar tales tesoros.

El populacho que se mezcló en Córdoba y simpatizó con la hueste carlista, superó a ésta en sus excesos y pillaje, hasta ser escándalo de la misma. Los anotadores de aquellos acontecimientos, nada propicios a la Reina, no encubren tantos desmanes. Gómez y Cabrera trataron de contenerlos. Tres voluntarios y cinco paisanos, cogidos in fraganti, fueron pasados por las armas al frente de la división.

Pandillas de paisanos, en los primeros días y noches después de aquel trágico desenlace, acometían las casas, especialmente de los llamados negros y judíos; pero incurriendo en el error de tomar también por tales o liberales isabelinos, las de algunos amigos carlistas: y saqueaban, rompían muebles, vidrieras y destrozaban lo que no podían arrebatar: de tal suerte se holgaban en el goce de esta anarquía y de la libertad, en otros detestada. Si encontraban cerradas las puertas, por natural cautela las aporraceaban o violentaban, o entraban por los balcones.

En alguna, donde esto sucedió, y que abandonada por la familia era guardada sólo por un dependiente, tuvo éste que salvarse saltando a un edificio contiguo, y hallando la turba desmantelada la casa, volcaron un bufete buscando dinero en secretos y gabetas: con la mala suerte de que pasaba a la sazón por la calle el caudillo Cabrera con su boina y capa roja, y reclamado su auxilio por vecinos honrados, echó a sablazos a la turba que así se entregaba a la rapiña.

Objeto fué de las iras populares la alameda y paseo que en el campo de la Merced se había plantado : con meritorio celo por el Ayuntamiento que presidiera el Conde de Torres-Cabrera don Federico Martel y Bernuy. Se arrancaron en gran número los árboles, castigando el celo plausible y no tan común como fuera de apetecer, que procura con plantíos la salud y amenidad de las poblaciones. Muchos y cuantiosos fueron los destrozos y robos hechos en la ciudad. Recordamos, entre otros, los que sufrieron en sus hogares los marqueses de Guadalcázar y Atalayuelas, don Pedro Gorrindo, don Juan Golmayo, don Felipe Gento, los señores Melendo y Gálvez, y no pocos más, en cuyo favor se instruyeron en adelante expedientes de indemnización, difíciles de resolver y de escaso y nulo éxito por lo arduo de las pruebas y la enormidad de los perjuicios sufridos.

Al cabo de sesenta años, en que la cultura del pueblo bajo ciertos aspectos, parece haber logrado algunos adelantos contra la ignorancia y fiereza de costumbres, nos es difícil comprender la especie de ciego fanatismo que adhería a muchas clases ínfimas y pobres a la bandera del pretendiente. Verdad es que en tiempos normales laten en el fondo de las sociedades las horruras que enturbian el agua en las tormentas; y que entonces, aprovechan los elementos perturbadores para los trastornos, has-ta los mismos idealistas que les provocan sin conciencia ni egoísmos. Pero en los días de nuestra referencia, las circunstancias explican el hecho hasta cierto punto. No lejos la época del absolutismo Fernandino, en cuyo ambiente había respirado aquella generación, dócil a la influencia de sus fuerzas morales, en el debate de los principios, que se sostenía a la vez que el litigio dinástico cuando el triunfo estaba oscuro e indeciso para los con-tendientes; ni las novedades políticas, ni la templanza de muchos de sus adictos atraían a estas clases.

El periodismo, en su infancia, no difundía la luz de la información que hoy alcanza a todas partes casi simultáneamente. Así pudo imbuirse aquella hez popular en la creencia de que su suerte y ventura estaba identificada con. la causa del pretendiente; que el triunfo alcanzado en Córdoba:`pra seguro y perpetuo, y que esta región sería el asiento de sus legiones y poder militar. Con tal fascinación se entregó sin dique a sus impulsos de venganza y latrocinio. Con motivo escribía un varón esclarecido: —«Mucho se ha hablado dei furor de este pueblo a la entrada de Gómez; de sus saqueos, de sus insultos y de sus desórdenes lastimosos, pero naturales, Así sucedió y así debía suceder. Se prometían de los facciosos protección para robar, y para vengarse, y por eso se pusieron en su favor y los auxiliaron.

La gran desigualdad de fortunas, la triste suerte del jornalero, que a su vez hace triste la del colono; y los insultos y palos que le habían prodigado en los días anteriores por los que dominaban a los indefensos caídos; todas estas causas debían forzosamente producir estos otros efectos. Al hombre le avisa incesantemente su sentido íntimo que debe existir y la naturaleza le ofrece medios de subsistencia en abundancia y los convida a que los haga suyos con su trabajo. Cuando el gobierno, las leyes o la fuerza estancan aquellos en pocas manos, de las que sólo recibe como de gracia socorros escasos y precarios, siente la opresión en que vive la violencia que se le hace, y mirando como usurpados los bienes que le pertenecen, espía el momento de vindicar su derecho, arrancándolos de los que a su juicio los disfrutan injustamente. Y esto les sucede a los cordobeses. Así se expresaba en la intimidad de una correspondencia epistolar, a fin de 1836, no un socialista de exóticas teorías importadas en España por utopistas ilusos, sino un varón de sólida doctrina, y ejercitado, como pocos de sus contemporáneos, en la práctico de la caridad cristiana.

VI

Palacio de los Páez de Castillejo en el año 1855

La residencia y aposentamiento de tan considerables masas armadas, en población tan quieta y silenciosa, y más entonces que al presente imprimía a nuestra capital desusada agitación y movimiento. La fijación en ella de las fuerzas carlistas parecía prueba de su preponderancia y triunfo, definitivo en la contienda civil. Creerían so así no solo los que en ello tenían complacencia e interés, si no los humillados en el reciente vencimiento; a quienes, como a sus familias, hundía en incertidumbre y ansiedad continua la imagen pavorosa de un negro porvenir. Los expedicionarios se consideraban por algunos días alejados y a cubierto del alcance de sus perseguidores.

Llenaban nuestras plazas y calles aquellos guerreros mal trajeados, con variedad abigarrada de vestidos y colores, en gran número, sin la prestigiosa uniformidad de divisas marciales, y en los que, chaquetas y casacas, levitas y pantalones de varias telas y tinturas; sombreros, morriones, gorras y cascos, de procedencia diversa; galas obtenidas en las peregrinaciones, sorpresas y merodeo de las lides, presentaban una confusa mezcla v como una exposición teatral de disfraces, si ya no produjesen impresión sería, y reprimiese conatos de jovialidad, la fresca memoria de sus combates y acometidas frecuentísimas, y el sello de agilidad, vigor y fiereza en el talante y gesto de aragoneses, vascongados y demás de la parcialidad rebelada y armipotente.

La caballería se alojó en las afueras de la ciudad. Los principales caudillos de la división tuvieron alojamiento en casas y con familias distinguidas: don Miguel Gómez, en la casa de los señores don Juan Manuel y don Andrés Trevilla, la cual casa guarda y dá a su plazuela el nombre de Don Gerónimo Páez. Don Ramón Cabrera, hospedóse en la no muy lejana del Conde de Zamora de Riofrío, en la plazuela de Séneca.

A los salones de la primera concurrían por las noches la oficialidad más caracterizada y la plana mayor. Tratábase de las noticias y servicios del día, y aún se divagaba en digresiones íntimas. Parécenos curioso lo que oímos de boca de un canónigo, que como frecuentador de la tertulia ordinaria de la casa, se halló en una de aquellas reuniones accidentales en que había militares y clérigos. Dando Gómez por asentado a don Carlos en el trono de España, en no remoto plazo, dijo: «Tened por cierto, señores, que nuestro Rey, al ceñirse la corona, tendrá que adoptar ciertas reformas y economías, y que, a pesar de su religiosidad intachable, habrá de lastimar con alguna, probablemente, al estado eclesiástico, cuya riqueza antigua no podría subsistir en nuestros tiempos.»—Prueba es esto de que en el mismo campo de don Carlos había gérmenes ocultos de un liberalismo innovador.

Procedióse por el poder militar y transitorio a nombrar autoridades y una junta de gobierno para favorecer la causa carlista, y sostener cierto orden material y administrativo en la localidad. Recayó la elección en personas, si con presunción fundada de su afección política, de cierta significación social y de honrado nombre y precedentes. Designóse para Corregidor al abogado don Francisco Contreras, y para Comandante general a don Sebastián Fábregues, el héroe de Langeland en la guerra de la independencia, y ascendiente de los señores Valdelomar, hijo político y nietos, que han alternado con nosotros en amistoso trato, y figurado en distintas filas que el anciano Barón, en el campo de las letras y del periodismo.

Los miembros de la Junta instalada por Gómez, fueron, bajo la presidencia del Marqués de la Bóveda, don Antonio Sánchez del Villar, Dean de la Santa Iglesia Catedral de Córdoba, Vicepresidente; don Antonio Martínez, exclaustrado trinitario; el Marqués de Villaseca y el de Benamejí; don Simón Tadeo Pastrana, Prebendado de la citada iglesia; don Bernardo Fernández de Córdoba, exento que fué de guardia, y don Juan Olalla Sánchez, abogado a quien se dió el cargo de secretario. Los señores Marqueses de Villaseca y de Benamejí y Fernández de Córdoba tuvieron la prudencia y acierto de no presentarse, con lo que se eximieron de muchas posteriores amarguras. Llamado el Ayuntamiento último del régimen absolutista, solo acudieron dos veinticuatros, supliéndose el vacío de los cargos con el nombramiento de sujetos no regidores, ni Jurados en la época anterior, cuales fueron don Rafael Breñosa, don Joaquín Barrena y don Jose Vázquez Valbuena.

Es de suponer que cierta violencia moral, aunada con declarada o supuesta simpatía, impulsasen a aceptar el compromiso de estos cargos, a los que no llegaron a eludirlos con facilidad y atinada previsión. El 3 de octubre y firmada en el cuartel general de Córdoba, expidió el que se titulaba Comandante General don Miguel Gómez, una instrucción circular de 14 artículos, en la que, después de un preámbulo con la fraseología y en los moldes del antiguo estilo, se ordenaba, bajo pena de la vida, reunir en el término de 24 horas los Ayuntamiento existentes en Enero de 1833, y que reconociesen la autoridad real de S. M. D. Carlos V de Borbón, dando parte inmediatamente de haberlo ejecutado. Los resucitados municipios podían excluir a los sospechosos de adhesión tibia al altar y al trono, y sustituirlos y asociarse, de entre personas eclesiásticas o seculares, las de arraigo y probidad, y tachadas o perseguidas por sus opiniones carlistas.

Se ordenaba armar y reorganizar la milicia realista con exclusión de los individuos que hubiesen prevaricado; recogiendo para base de esta operación, armas, monturas y aun escopetas de los nacionales, bajo oferta de devolver las suyas propias a los dueños cuando lo permitiesen las circunstancias. Se reorganizaba la Justicia en lo posible, acomodada a la forma anterior al establecimiento de los partidos judiciales; se encargaba bajo las más severas penas, inquirir y avisar la aproximación y movimientos de las tropas revolucionarias, y se prescribía el resistirlas prudencialmente.

Es notable el contexto del artículo décimo que literalmente decía:—«Se prohibe absolutamente y bajo pena de la vida todo insulto personal de ninguna clase, pues que todos los habitantes de las provincias de mi mando no han de poder ser perseguidos, vejados ni molestados por sus opiniones anteriores a la publicación de esta instrucción, porque así es la mente de nuestro soberano cuya inmutable voluntad observan las tropas de sus ejércitos.»

En las restantes disposiciones se cargaron a los fondos propios de los Ayuntamientos o de los Pósitos, y otros ramos disponibles, los gastos extraordinarios e indispensables, exigidos por los servicios de actualidad. Se prohibían las asonadas, serenatas, canciones nocturnas y cuanto perturbase al común reposo. Se suprimía la policía, y a los Comandantes Generales se recomendaba la Ordenanza y Decretos vigentes recordando «los principios de moderación, con que se distingue el Gobierno lejitimo de S. M.»

La voz imperativa de aquella dominación temible y efímera, produjo el natural efecto en la provincia, hasta en las poblaciones más sosegadas e indiferentes en la vida política y en la gran lucha entablada. En el término de uno de esos lugares, y en una alquería de la sierra, se había refugiado un grupo de personas notables de Córdoba bajo la salvaguardia de la hospitalidad, y expresivas seguridades del colono y morador de la finca. Pero al recibir la anunciada instrucción, hubo aquél de decir a sus huéspedes:

Señores, ayer era yo comandante de los nacionales de esta villa, por haberse tenido en memoria mis humildes servicios en el ejército, y creía poder ocultaros, en un caso, en esos valles o cañadas. Pero hoy en virtud de estas órdenes, vuelvo a ser como hace tres años, comandante de realistas, y no sé lo que podrá pasar. Bueno será que ustedes se alejen de aquí. Los emigrantes, a corta distancia, no tardaron, por ende, en mudar de bisiesto y de asilo.

La cercanía y presencia del ejército en Córdoba soliviantó a algunos pueblos. En Castro y en Baena se proclamó a Carlos V. A esta última villa se dirigió la columna liberal malagueña que mandaba don Juan Antonio Escalante; columna que en parte por su decisión, proezas y desahogos en Málaga, y fuera, en correrías propagandistas de la agitación del verano precedente, se había hecho no poco temer de realistas y aun de neutrales.

A combatir a una fuerza que había castigado la rebeldía de Baena e impuéstole una exacción de miles de duros, salió el cuatro de Octubre la facción de Córdoba, en considerable número, y el seis, bien de mañana, llegó a aquella población. Retiró Escalante por escalones su fuerza protegiendo la caballería a los infantes, batiéndose las guerrillas y con pérdida de una tercera parte de los caballos y salvándose íntegra la infantería, a la que la facción persiguió hasta Jaén. La misma caballería dió dos cargas impetuosas que rechazaron Cabrera y Añón. Celebraron éstos, en sus partes carlistas, el haber aprisionado a cuatro compañías de guardia Real y acuchillado en la huida a francos y nacionales. Dieron mucha importancia a este encuentro, como vencedores, aun peleando en terreno desventajoso.

La Junta rebelde publicó en 6 de Octubre un pomposo parte de la victoria, y manifestó a los cordobeses la dulce emoción que sentía al verlos apresurados a inscribirse bajo las banderas de la legitimidad. Para gastos del servicio, sin duda, pidió Gómez cinco mil duros al Cabildo de Nuestra Santa Iglesia. Ignoramos a cuanto ascendió la suma efectiva entregada de esta tributación. Pero sabemos que no fué la primera ni última que se exigió en este año a la muy ilustre corporación. Su tesoro, como el de otras de su clase, según alguien ha dicho, era una caja de ahorros o banco a que acudían en sus apuros los antiguos gobiernos de España.

VII

General carlista Miguel Gómez

La aparente seguridad (indicamos anteriormente) con que el ejército carlista había sentado en Córdoba sus reales, y - con la que se ocupaba en organizar a su manera los servicios públicos, para lo porvenir, parecía significar que contaba con la fuerza y el tiempo para plantearlo. Dijérase que la tierra se había tragado a las tropas del gobierno constitucional, perseguidoras de la atrevida expedición. Obstruido se hallaba todo medio ordinario de lograr otras noticias; y el miedo y contentamiento lo harían así creer a los habitantes de nuestra población, tanto triunfantes como vencidos en la defensa.

Y a ello contribuían las especiotas y rumores que se autorizaban, tales como que en uno de aquellos días iba a entrar en Madrid un grueso ejército carlista, mandado por un hijo del Príncipe pretendiente; que ya imperaba el mismo en Sevilla y Granada: que Cádiz, animado en el mismo espíritu, se les uniría bien presto: que entronizado el Rey legítimo, se dotaría con algunos millones a la Reina viuda para que fuese a vivir en nuestras Antillas, y que se establecería el Tribunal de la Fé en los dominios de España.

Con tales invenciones se daba pábulo a la esperanza y a la pasión política. Algunos voluntarios y alistados en determinados pueblos que se declararon por mensajes o alzamiento como adictos a los carlistas, o se recogieron para sus filas, aumentaron las de la expedición, especialmente en el arma de Caballería. Creóse un batallón que se denominó de Córdoba, y utilizóse gran número de uniformes y armas del anterior despojo.

Quizás pasaron de mil estos agregados a la facción, que por la celeridad con que se incorporaron y su falta de instrucción y disciplina, tal vez sirvieran más al barullo y la apariencia, que a un acrecentimiento de fuerzas valederas y efectivas.

El 6 de Octubre se hicieron honras fúnebres por el alma del Jefe Villalobos, muy sentido por su pericia y bravura. A poco de caer herido mortalmente, su cadáver había sido llevado al Hospital de la Caridad, plazuela del Potro, hoy Escuela de Bellas Artes, y sepultado después en un patio interior del establecimiento. Fueron muy solemnes v concurridas estas exequias en el crucero de nuestra Santa Iglesia Catedral.

Asistió mucha tropa y toda la oficialidad carlista, en la que se distinguían varios sujetos, cuyos nombres perpetúa la historia de aquella guerra civil, ocupando asientos del presbiterio: y en ese recinto, donde han orado y celebrado el Sacrificio Santo, tanto sacerdote insigne en virtud y letras, no faltó entre los guerreros advenedizos el bandolero Orejita, cuyos servicios a la causa le proporcionaron tan inesperada honra.

El Vicario general Castrense del ejército expedicionario, pronunció la oración fúnebre con tonos muy vivos de execración contra los causantes de la muerte del gran soldado, adalid del altar y el trono, mezclados a las piadosas preces por el descanso eterno de la llorada víctima. Ni fué esta la sola vez que acudió al templo la belicosa hueste que blasonaba de fiel al culto y de creencias católicas.

Después de la toma del Fuerte se había cantado un Te-Deum, himno santo de regocijo que coronó la demostración popular de obsequios a las tropas, juntamente con las iluminaciones del vecindario durante una semana. Y ahora, con motivo del choque y corta acción de Baena, se asistió a otro Te-Deum en acción de gracias por el que se celebró como glorioso triunfo.

En la noche de este día díspúsose a salir la división carlista, y trasladados los prisioneros nuevamente al Fuerte desde San Cayetano; una parte de aquella se dirigió desde luego a Montilla, y otra con los realistas y alistados recientemente siguió a la mañana del otro día, conduciendo a los prisioneros al mismo punto.

Antes de salir prendieron fuego al fuerte, y desguarnecido y franqueado al paisanaje, la turba trató de rebañar las reliquias del despojo anterior y no pocos del país, agregados a la flamante milicia, se lisonjeaban con la esperanza de hallar ocasión de botín y saqueo en nuevos lances de guerra, en visitas hostiles a otras poblaciones, Gómez marchó asimismo con el pro-pósito de reunirse a Cabrera.

Nuestra capital quedó sin fuerza armada de ningún bando; afligida y sin gente; solitaria, como la que lamentó el profeta. El temor y el llanto acongojaban a todas las familias. Una gran parte de los hombres útiles se hallaban prisioneros o fugitivos. Por la falta de toda autoridad y material apoyo, eran de temer nuevos desórdenes, a que se presumía arregostada la hez popular y marcial con ellos envilecida.

En estos momentos, con la base de algunos concejales, no heridos ni ahuyentados por la tempestad, se reunieron en la tarde del 7 de Octubre, en la casa consistorial, varios vecinos honrados y celosos.

Procuraron antes de todo, y lograron apagar el fuego del Fuerte, lo que con la material ayuda de personas bien intencionadas se realizó silenciosamente sin alarmas ni campaneos. Se adoptaron algunas medidas para mantener la tranquilidad, la custodia de la cárcel y la recaudación de algunos arbitrios recorriendo la población patrullas de vecinos considerados y respetables.

En esta especie de régimen improvisado aparecía algo de lo rudimentario y teocrático de las asociaciones primitivas. Dábale este tinte particularmente el personal influjo del canónigo Doctoral don Andrés de Trevilla, hombre de gobierno, muy expedito en algunas de sus esferas. En tales circunstancias los resortes del mando y las necesidades perentorias se encerraban en Emites muy estrechos. En la excursión primera y forzada de los prisioneros a Montilla, comenzó la inhumanidad y a desenvolverse la feroz crudeza de malos tratamientos a que se les sometió. Tres nacionales fueron sacrificados en esta jornada.

En aquella noche, el Coronel don Andrés Cuéllar, caballero vecino de Castro del Río, por antecedentes y conexiones de su carrera, relacionado con varios jefes carlistas, pero de moderado temple y honradas miras, tomó la generosa iniciativa de promover y gestionar el canje de los prisioneros, asociándose para ello otras personas de sus ideas.

De sus resultas llamó Gómez al Juez de primera instancia, que se encontraba en tal cautividad, don José María Trillo, y le encargó de ir al cuartel general de don Isidro Alaix a hacerle la propuesta correspondiente. Por su representación, talento y tacto, juzgó Trillo indicado para aquella misión: pero la excusaba él con insistencia, tratando de declinarla en el Jefe político don Esteban Pastor, que también había sido militar, y por su categoría en lo civil parecía el llamado a tan árdua diligencia. Pero al cabo, uno y otro, hubieron de aceptarla.

Llegado que hubieron a la presencia de Alaix en Alcalá la Real el 12 de Octubre, expusieron con eficacia el deseo y encargo, objeto de su marcha, y sus quejas de que a los resistentes a los carlistas en Córdoba se les considerase como prisioneros comunes y se extremase con ellos la dureza. La que mostró el general de la Reina negándose a toda convención y canje, no hubo medio de vencerla: y decíase autorizado y prevenido por órdenes e instrucciones explícitas del Gobierno para obrar con este rigor. También Gómez anteriormente se había escudado con la voluntad superior a que servia, para tratar a los rendidos en aquel concepto, si bien prometió a los señores Pastor y Trillo suavizar la manera de tratar aquellos, de lo que los comisionados se quejaron amargamente. Esta promesa no tuvo cumplimiento, y uno y otro caudillo, por distinto motivo, contribuyeron a las penalidades y martirios de los cordobeses en aquellos días.

En Alaix, frío a la compasión de esta desventura, tal vez obraba el interior despecho, por el enemigo que parecía prosperar v le burlaba, y creía, quizás también, que se tornaría en circunstancia para él favorable, el que la impedimenta de los prisioneros embarazase la marcha y movimiento de la hueste ágil que perseguía. El éxito anhelado ahogaba todo afecto de humanidad, como en las guerras sucede frecuentemente. Acaso Gómez se había mostrado más propicio y dócil a estos buenos impulsos, y la negativa y actitud de su contrario le exasperó o volvió indiferente con respecto a los infelices aprisionados. Pero su intención benigna aparece comprobada por las papeletas de rescate que previno impresas, y de las que conservamos y tenemos a la vista una del tenor siguiente:

«Concedo libertad a don.., vecino de... prisionero en esta ciudad para que vuelva a su casa y domicilio bajo la protección de las Autoridades, que responderán con su persona y bienes si no le defienden de todo insulto de palabra u obra: el que sea paisano no podrá tomar las armas bajo ningún pretexto durante la presente guerra, y el que sea militar tampoco, mientras no sea canjeado; en el concepto que unos y otros quedan sujetos, no sólo a las penas de ordenanza, sino a otras que le impon-dré en el caso de contravención.—Cuartel general de Córdoba, 13 de Octubre de 1836.—Miguel Gómez».

Malogrado así el conato de templanza, prevalecieron, por desconocida causa, las sugestiones fatales de las iras de partido, o la mano misteriosa y providencial que anuda y desenlaza a su albedrío los acontecimientos que la Historia se esfuerza en anotar para el estudio de las generaciones venideras

VIII

Vista de la Puerta del Puente (1832)

Llegamos ya en la serie de nuestras descosidas narraciones a tocar el punto más doloroso que nos ofrecen estas reminiscencias tristes: al durísimo trato, a las violencias con que se atormentó a los prisioneros de Córdoba, sin respeto a las convenciones de su entrega, contra todo derecho y toda compasión, con procederes indignos de gente culta, y faltando a los principios más elementales de la religión y la humanidad.

Las marchas aceleradas y perdurables; las contramarchas continuas de los errantes expedicionarios que arrastraban a remolque a los míseros y cautivados defensores de la Reina y de los propios hogares en esta ciudad, fueron para ellos ocasión de torturas indecibles. Entre los condenados a aquel vértigo de movimientos y forzadas caminatas había ancianos, individuos valetudinarios o achacosos y de vida sedentaria y pacífica. A unos había llevado a la escena del peligro el compromiso y la obediencia.

A otros el deseo de reservarse, más que de combatir, fascinados por una ciega confianza. A muchos o casi todos, al tiempo de la entrega y el desarme se les había arrebatado el dinero que consigo tenían y con especial empeño, zapatos y abrigos.

Tras este despojo se les llevó al convento extramuros de San Cayetano, y se les hacinó en su templo, donde no podían rebullirse y estaban codo con codo, sin espacio para un mal descanso en el suelo, sin holgura ni medios de satisfacer fuera necesidades apremiantes, compelidos a manchar y profanar con desacatos e inmundicias las aras de Santa Teresa y San Juan de la Cruz.

Con esta preparación de descanso negativo se les empujó pocos días después a emprender el camino incierto y prolongado. Las puntas de las bayonetas, o el golpe contundente del sable eran la espuela y acicate con que pretendían avivar el paso de los viandantes abatidos, sus fieros custodios y conductores. Y no hay ponderación, ni prurito de pintura trágica y romanticismo sombrío en estos recuerdos. Los conservan todavía muchas personas existentes.

El que fatigado se retrasaba un tanto, el que con la planta de los pies ulcerada se detenía resignado al sacrificio, quien se agachaba un instante para librarse de la piedrezuela que al paso lo hería, quién amagaba a separarse un corto trecho de la senda común, era fusilado sin piedad.

El martirio presenciado por los demás compañeros de azarosa peregrinación, les era aviso de muerte próxima y causa a la vez, al ánimo compungido de terror, indignación e ira. Los que luego al cabo de algunos meses pudieron volver a sus hogares, referían pormenores horribles, sobrefatigados se les cargaba con el peso de varios fusiles. Por economizar pólvora y balas se sustituyeron para algunos infelices, despeados, cono final suplicio, las pedreas: renovando para el caso el martirio y lapidación de San Esteban.

Al eclesiástico llamado el P. Pulido, como por este carácter sacerdotal se impetrase consideración e indulgencia, le asesinaron y machacaron con una peña la corona. Al borde de las veredas o en las hondonadas laterales recibieron a bayonetazos la muerte otros desdichados. En algunos días se amansaba esta furia, que por el contrario se observaba ser más cruel, cuando cuerpos de las facciones aragonesas y valencianas se encargaban en la escolta, o cuando se escogían para el sacrificio personas distinguidas.

Una de estas cruentas escenas ocurrió en el camino de Villaharta a Pozoblanco. El pundonoroso, comprometido y valiente Coronel Villar fué herido a golpes de bayoneta con particular servicio, ultrajando dolorosamente sus canas venerables. «Así se mata a un militar como vol» exclamaba en las ansias de su agonía. La glacial indiferencia o impotente voluntad de los oficiales no contenía el instinto bestial de las mal subordinadas fieras. Podía aplicárseles la frase del historiador Meio, en ocasión parecida: La crueldad era deleite; la muerte entretenimiento.

Se aseguraba que a la postre de estas correrías habían sucumbido más de cíen personas. En dos cuadros murales y en sitio distinguido del Palacio municipal de Córdoba, se han podido leer desde entonces despertando lúgubre remembranza, los nombres siguientes, en una de las lápidas monumentales: José Beltrán de Lis, Manuel Repiso, Francisco, Joaquín y Vicente Fernández, Rafael Cortellón, Rafael Villa Real, Diego Alcántara, Manuel González, José Labadense, José Rillo, Juan y Diego López. Y en la otra tabla, o losa conmemorativa, Bernardo v Miguel Márquez, Francisco del Villar, José Domínguez, Isidoro Ramírez, Rafael Anguita, Diego Rodríguez, Mariano Montilla, Antonio de Luque, Ramón Cuevas, Francisco Bastardo Cisneros, Miguel Martínez Contreras y Pedro González. Los enunciados B. Márquez, Cisneros y Contreras no pertenecen a las víctimas de 1836; y falta la mención de algunos menos conocidos en nuestra capital, hijos de otros pueblos y sacrificados en aquella carrera de dolores y angustias.

Menos atormentados en el cuerpo que en su espíritu, tuvieron el triste privilegio de apurar todo el cáliz de amargura don Jose Beltrán de Lís y don Miguel Cabezas, que no alcanzando la libertad que se dió a los otros prisioneros, llegaron con la expedición de vuelta al país vascongado, y allí sucumbieron a sus trabajos y pesadumbres.

Los que por su entereza y robustez personal salvaron su existencia en la funesta correría, no se eximieron de otros apuros y congojas. A los prisioneros de Córdoba, en los primeros días de cautiverio, llegaban a duras penas los socorros y alimentos que les enviaban sus solícitas familias, y de que sentían una absoluta privación los forasteros, con quienes los primeros tenían que compartir tales auxilios caritativamente.

Cuando de las casas se enviaba este sustento, era difícil sobre manera encontrar en la confusión de la apiñada muchedumbre la persona a que se destinaban, y evitar que lo recogieran manos extrañas de ayunos e impacientes. Muchos, y por largas horas, tuvieron que someterse a dieta forzosa. Algunos con la resolución de la juventud, y a riesgo y ventura, consiguieron evadirse. Tales hubo que por azar afortunado recibieron una descarga alta disparada por manos compasivas, en simulacro de fusilamiento.

Los nacionales Cobalera, y Las Heras, fueron de los que, distinguidos con este favor providencial, pasada y alejada la facción, pudieron levantarse agradeciendo a sus santos protectores la prolongación de la existencia. El segundo de los nombrados, sacristán de la parroquial de San Pedro, celebró posteriormente todos los años una función religiosa en acción de gracias a Santa Teresa el 15 de Octubre, aniversario del milagroso escape.

El otoño, con sus frescos vientos, sus pardos celajes y primeras lluvias, difundía un velo de tristeza, harto conforme con la sentida en la atmósfera social. Hacía sentir las molestias del desabrigo a los cuitados presos, que si recibían ropa y calzado, era buena suerte salvarlos de nuevas espoliaciones sin tener que repetir una o más veces la demanda a los parientes o amigos afectuosos. Las raciones que durante la marcha se les daban, eran en crudo, y sin facilidad ni medios de aderezarlas. Algunas familias, cuando los prisioneros estaban a su alcance y menor distancia, no alcanzaron a verlos. Para todos, la entrevista era cosa Ardua y poco asequible.

Pasadas las jornadas primeras, a muy contadas personas, y bien a su costa, se les toleró el consuelo de llevar una bestiezuela que aliviase la fatiga del doliente o el anciano. En uno que en otro punto de los descansos de la división, en su irregular carrera, se dió libertad a algunos prisioneros. La suerte de ellos era entonces motivo de aflicción y escusable envidia para los que no participaban de tanta dicha, condenados a seguir gimiendo en el errabundo cautiverio. La villa de Pozoblanco fué una de esas estaciones en que a buen número de ellos se dió soltura. Al respirar allí, con algún reposo, el aire anhelado de la libertad, recibían en demostración de simpatía reparadora, albergue, vestidos y alimentos, con que les socorrió el misericordioso vecindario.

La población adquirió el noble timbre de hospitalaria, y sus hijos y moradores ganaron meritorios títulos a la perpétua gratitud del país por su esmero en prodigar consuelos y socorro a las víctimas de la aflicción reciente, levantando su espíritu con una acogida bondadosa. ¡Conducta en verdad loable, y digna de pueblos industriosos y morigerados!

IX

Puerta Nueva (junto a la Facultad de Derecho)

En la soledad en que Córdoba quedó por la ausencia de las tropas carlistas, y de sus prisioneros, sin aparecer las de la reina; aquella inquietud medrosa no excluía cierta alarma latente por la posibilidad de nuevos desmanes, sin fuerza armada de ningún género para contenerlos.

Así en las primeras horas de la tarde del mismo 7 de Octubre, llegó la vaga noticia de que Orejita u otro partidario destacado de lo grueso de la facción se aproximaba a la ciudad y pensaba racionarse en ella. Con el intento de prevenirlo y evitar temidos accidentes, varios diputados de la Junta provisional de gobierno, con laudable determinación y serenidad de espíritu, salieron a esperar a aquel partidario en la puerta Nueva.

Se encargaron de esta Comisión Don Rafael Pedro Villaceballos, el canónigo Magistral Don José Garrido y Portilla y Don Mariano Esquivel, presbítero también como el señor Garrido. Más no llegaron a ver ni recibir al que en aquella dirección aguardaban, y sí averiguaron que había salido, sin detenerse, con unos cincuenta caballos por la puerta del Puente, como avanzada exploradora de la división de Alaix, que pudiera acercarse por la parte del norte. Gómez, con la hueste carlista, habia impreso su planta más o menos apresuradamente en Montilla, Baena, Cabra y Priego.

No le seguiremos en su visita a estas y otras poblaciones de la provincia. Sabía que el General que le perseguía, se le acercaba por Alcalá la Real y Alcaudete, y de allá contramarchó para Córdoba. Cerca de Cabra tuvo un encuentro la facción con un destacamento de Carabineros, del que algunos quedaron muertos en el camino; y durante el cual combate, los prisioneros estuvieron guardados en un olivar próximo. La facción regresó a Córdoba ea la tarde del día doce, y se la recibió con repique general de campanas.

Ai día siguiente, Gómez, con el fin de acrecentar sus filas, llamó a todos los mozos bajo pena capital y en el término de seis horas. Para esta fecha tenía dispuesta la soltura de nacionales y prisioneros, al menos en gran parte, según vimos, sin que acertemos a denunciar el interés o mal consejo que le apartó, arrepentido, de llevar ,a ejecución su buen designio.

Sintió, sin duda, rubor de aparecer más blando y compasivo con los aherrojados liberales, sus enemigos, que lo que había demostrado serlo, el General Alaix, correligionario y amparo de ellos; que desdeñó el canjearlos, duro e indiferente a su infortunio, según expresamos, por despique injustificable o por táctica diablesca.

Por aviso de amigos, de Castro del Río, supo Gómez en aquel día que la división de Alaix se dirigía a Córdoba. La noticia inquietó a los carlistas y produjo la agitación consiguiente a los preparativos de una pronta retirada. Con pena pecuniaria se ordenó al vecindario iluminar las casas reforzando el alumbrado público.

Notábase el apresuramiento con que buscaban bagajes, y blasfemaban desesperados, si no atinaban con las calles de su dirección, o se detenían erradamente en alguna ciega y sin salida; pues todos buscaban la de la Ciudad a la Sierra y la puerta del Rincón. En la madrugada del día 14 ya estaba la tropa carlista acampada en las primeras colinas de la Sierra y Campo de la Merced; y los prisioneros su inseparable comitiva, guardados en el exconvento de la Arrizafa.

A las dos de la noche llegó la división perseguidora a las Ventas de Alcolea, donde por espacio de una hora larga descansó. Avanzando seguidamente, como a dos millas de la capital, sus avanzadas encontraron otra carlista de lanceros; y, aunque sorprendida, pudo escapar huyendo. Tocando ya en los muros de Córdoba, a las cinco de la mañana, algunas descargas ponían en movimiento a los últimos y más rezagados de la facción, o hacían blanco en los realistas, recientemente conscriptos, cuyos grupos habían sus jefes colocado caritativamente en primera línea, expuestos al primer choque de las tropas de la reina.

Del paisanaje alistado en las filas rebeldes, muchos no habían acudido a la última llamada, o por asco a la disciplina marcial, y a correr y combatir mal de su grado, o por la golosina del saqueo y desorden en nuevos y probables incidentes. Pero costoles cara la intención aviesa.

Los de Alaix, al penetrar en las calles de la población, y muchos, cubriendo con boina su cabeza, solían dar el ¡quien vive! a los que con armas o sin ellas encontraban, y al responder 'naturalmente, Carlos V, engañados por la apariencia, eran heridos y golpeados. Con este ardid pérfido maltrataron a pobres ignorantes de lo que ocurría, vendedores en la plaza, o que acudían al mercado a hacer sus provisiones en las primeras horas; y hasta mujeres que desprevenidas o víctimas de tal añagaza, respondían con la peligrosa frase, a que eran provocadas insidiosamente.

La división de la reina fuese apoderando, al fin de toda la ciudad, y uno de los regimientos recogió cantidad de víveres, armas y caballos de la facción, la cual hubo de perder sobre unos trescientos hombres en esta sorpresa. Creyose entonces que una buena parte, si no la totalidad de aquella fuerza, pudo ser apresada por Alaix, a haber éI andado más activo, o tener más propicia la suerte de la guerra, que se obstinaba en desairarle a la sazón, como había escarnecido al táctico Rodil con sus paralelas.

La gente de su cohorte, con la relajación de la disciplina, que las circunstancias habían traido; en su vagar, en los alojamientos, en su trato y encuentros con las gentes, trató a la población como país conquistado y enemigo. La dureza de su porte y lenguaje dejó triste memoria. Ni personas ni cosas se consideraban seguras. Comparábasele después con la más vitanda y desastrada de las facciones carlistas.

Punto fué este en el que concordaban los dos partidos políticos. La soldadesca y tal vez su caudillo, querían, por lo visto, vengar en los pacíficos moradores de Córdoba, que habían esperado su advenimiento, la desgracia y desafuero que los mismos vecinos habían padecido.

Alojado el general Alaix en el palacio de los señores Duques de Almodóvar del Río, hoy residencia del Gobierno Civil, allí fueron a cumplimentarle la corporación municipal y otras, y las autoridades legítimas reconstituidas en la forma que la situación permitía. El Cabildo eclesiástico acudió en su totalidad personal.

El general se dispensó de toda atención con el muy ilustre cuerpo, no brindando con asiento a los señores capitulares, y antes bien, sin preámbulo ni circuloquios díjoles con suma concisión y desabrimiento:

—Señores, me consta que ustedes han contribuido a traer y dar aliento a la facción. Les ordeno que sin demora ni escusa me entreguen la suma de veinte mil duros.—

A tan imperante insinuación calló y nada opuso el Cabildo.

Retirose cabizbajo y aprontó el contigente a la mayor brevedad. Algún individuo se felicitó en sus adentros de que el general, africano de origen, no hubiese imitado la extraña dulzura con que Godinot trató a un ungido del Señor, en la dominación francesa, aterrando a esta ciudad. Si lo cortés no quita a lo valiente, según el proverbio castellano, aquí la urbanidad no corrió parejas con la valentía, que nadie negó al caudillo de la reina. Y su modo de enjuiciar no fué más razonable.

La facción no vino a Córdoba, sino por los accidentes no calculados de la guerra. Si fué simpática para algunos individuos, si objeto de amor platónico, ni la voluntad, ni la prudencia pudo inducir a la conjuración, a aquel cuerpo, en el que los más contemplaban pasivamente los acontecimientos, y en el cual había personas nada reñidas con el reinado de Isabel II y su Regencia.

La exacción al Cabildo hubo de repartirse, según se dijo, entre los cuerpos del ejército que visitaba a nuestra capital. La preocupación con que Alaix y sus tropas consideraban a Córdoba facciosa y rebelde, sin exceptuar a los mismos sacrificados en la ocasión, fué causa de que algunos soldados, mezclados con la plebe soez, maltratasen a vecinos, y saqueasen sus casas. Noticioso de ello el general, ordenó que hubiese patrullas, y aplicó la pena de muerte y la de carreras de baquetas a dos soldados que delinquieron. Si quedan por lo común impunes tales crímenes en los movimientos tumultuosos, estos individuales castigos justifican, por lo menos parcialmente, a los que ejercen la autoridad.

Relacionada con estos sucesos fué la pena de muerte por fusilamiento, que el montillano, prófugo de Córdoba, Rafael Díaz, sufrió en 10 de Enero de 1837, en Sevilla, frente al campo de Marte, orillas del Guadalquivir, por fallo de la Comisión militar ejecutiva, que probó a aquel desdichado haber sido uno de los que franquearon las puertas de Córdoba a la división carlista, y tomado parte en el saqueo de algunas casas por la desbordada muchedumbre. La ingrata memoria que aquí dejó Alaix, cuyas tropas, cuando menos, se asimilaban en los desmanes a las que perseguía, nos trae a indicar algo de su persona, que legó tales pruebas de aspereza genial.

Don Isidro Alaix nació en Ceuta, en los últimos años del siglo anterior: casi hace ciento. Entró a servir de simple soldado en el ejército español, y se distinguió por su bravura y comportamiento en América, peleando por los derechos de su patria, hasta perderse la última tierra de nuestros dominios en aquel continente. En el servicio fué ganando sucesivamente grados y ascensos hasta ceñir la faja de general.

Compartió en la península honras y méritos con muchos bizarros oficiales de igual procedencia, y debió grande estima a don Baldomero Espartero, tan preclaro en nuestra historia contemporánea. Tal vez el aire de los campamentos, cierta rudeza y contrariedad en los últimos hechos militares, pudieron provocar la irascibilidad y despego, que en aquellos días alejaron de él la afección de los cordobeses, y no elevan su memoria a la altura de sus merecimientos.

X

Puerta de Baeza como era en 1661, fisonomía similar a la de 1836

La junta de gobierno provisional hablase acrecentado en su número con la representación de muchas clases del vecindario, contribuyentes y profesionales, en sustitución del municipio; y delegó en otra de cinco individuos las funciones ejecutivas para el más expedito despacho de los asuntos de su inspección. Era uno de ellos proveer al frecuente alojamiento y alimentación de las tropas. En la tarde del 15 llegó la caballería de nacionales de Sevilla, al mando del General Butrón, que se formaron extramuros desde la puerta Nueva a la de Baeza y en la plaza Mayor. El siguiente domingo concurrieron a la misa en la Catedral, celebrada en el altar del Punto, los Húsares de la Princesa con su coronel Brigadier don Diego León. Sus brillantes y vistosos uniformes, sus mantos o capas blancas que les asemejaban a los antiguos templarios, la faz curtida por el aire de la campaña, la persona del bizarro jefe, al que su marcial gallardía, el triunfo reciente y el amor del suelo natal atraían simpática admiración, fueron en tales momentos causa del general prestigio. Y ¿quién sabe si serían estos también los últimos en que el Capitán egregio respiró el aire grato del hogar donde se meció su cuna, y de las aulas cercanas donde comenzó su educación, y en las cuales aún subsistían algunos de sus maestros?

Cinco años más tarde, en el mismo mes y casi en los mismos días, sucumbía víctima de nuestras discordias, severamente castigado con la pena capital, por la legalidad imperante. Antes y después visitaron nuestra población diversas tropas del gobierno: nacionales de Sevilla y Cádiz y la división del General Rivero. En algún intervalo en que no había ninguna, el 13, se atrevió a entrar y pedir raciones para su destacamento de unos veinte lanceros, que mandaba, con cierto exguardia de Corps, el carlista aventurero Manuel Jurado. Entró en la sala capitular y sorprendió su osadía a los que allí estaban, o a su encuentro allí se acogieron impensadamente. Pero asustado él mismo de su audacia, sin detenerse salió de la población, engreído probablemente, por haber acometido una proeza en que se parodiaba la de Pérez del Pulgar, al plantar el Ave María en Granada; salva la distancia de la hazaña y del soldado. No vamos a seguir en sus movimientos a la división carlista, ni a los liberales sus perseguidores.

Quede a la Historia nacional basada en serias investigaciones recoger y guardar cuantos datos sean de común interés con relación a aquellos hechos, y a los que acaecieron en la correría de Gómez por la Mancha, Extremadura y su regreso a la Andalucía; hasta que alcanzado hacia Ronda y Alcaudete, la rápida marcha y genial energía de Narváez consiguió causarle un descalabro y prepararle un golpe decisivo, expulsando al hábil expedicionario, y determinando su vuelta a la corte del pretendiente. Antes se le habían separado las fracciones aragonesa y valenciana. Las autoridades volvieron a Córdoba en el último tercio del mes, a excepción del jefe político, a quien por orden del Capitán General reemplazó en el desempeño de su cargo don Matías Guerra. Por entonces, o algo después, fué nombrado Comandante General de la provincia el Brigadier don Sebastián de la Calzada. Así fué restableciéndose el estado normal y ordinario que precedió a estos sucesos. Después de los felices encuentros de las tropas de Rivero y Narváez con las de Gómez (indica la Historia de España de La-fuente continuada por Valera) pudiera toda la expedición carlista haber quedado prisionera o disuelta irrevocablemente, si no hubiese salvado sus restos la sublevación de las fuerzas de Alaix, y algunas horas consumidas en el motín de Cabra. En esta insurrección dió aquella tropa nueva prueba de su indisciplina, que alentó la deplorable emulación de los jefes militares, según im-parcialmente se cuenta en el libro 6.°, capítulo 2.° de la Historia mencionada. Y hora es ya de terminar estos apuntes.

En lo que concierne a lo político y militar, dan mucha luz los historiadores generales y contemporáneos de la nación, como Pirala, Burgos, Bermejo y algunas memorias auto-biográficas. En las menudencias más interesantes y concretas a la época y al teatro de los sucesos, bien que susceptibles de ampliación y rectificaciones, hemos utilizado notas propias, y las recogidas por Ramírez Casas-Deza y Díaz Morales, o documentos oficiales de uno y otro bando. No había entonces aquí periódicos; ni del único, el Boletín Oficial de la provincia, hallamos completa la colección de aquellos meses en el archivo municipal. El desbarajuste y el trastorno debió llegar a todas partes. Si creímos curiosa un tanto la divulgación de estos recuerdos, hemos suprimido calificaciones, especies y juicios formados bajo la impresión candente de aquellos días. Ni fuera nuestro designio al cabo de tantos años avivar pasiones y sentimientos felizmente adormecidos, pero que en nuestros días juveniles nos dejaron profunda huella.

En los tres últimos meses de 1836, tocó a estas provincias meridionales ser la escena de accidente de una guerra que con más sangriento empeño se había extendido en las del Norte y Levante. Pero este refilón y ráfaga tempestuosa, dejó aquí rastro de lágrimas y de sangre y muerte sobre el menoscabo de la riqueza pública y particular, valuado en algunos millones de reales. No es fácil computar a lo que ascendieron los caudales públicos, los de particulares acaudalados, la plata de las iglesias anteriormente recogida por el gobierno, los bienes de señoríos en administración, los almacenados y del comercio y cuanto fué presa en la invasión hostil y cayó en manos de la plebe desenfrenada.

Cada familia y cada persona pudo grabar y conservar un registro de sus singulares infortunios, como en los días de 1808 y 1823; o cuando el tronar de la artillería ha interrumpido el silencio y sosiego de esta población, dormida de ordinario en apacible calma. Hay quien afirma que la defensa de Córdoba, y el halago del triunfo y del botín cuantioso fué, a costa de ella, útil a la causa del trono constitucional; dando tiempo para preparar la organización y la defensa a otras importantes poblaciones de Andalucía. Hasta la mala elección del recinto fortificado se cohonestó con el ejemplo del ejército francés que en la dominación napoleónica lo preparó alguna vez a este destino; y a cuyo precedente se atuvo el gobierno del trienio constitucional más tar-de, al aprestar sus armas la milicia nacional contra Zaldívar. Si el éxito y triunfantes bríos hubiesen coronado la defensa de los cordobeses, habríanse olvidado errores e imprevisiones; que no más aparente sensatez, abona el sacrificio de la inmortal Numancia, desafiando a Roma sin torreones ni muros; ni a Zaragoza en este siglo en su heroica resistencia al poder de Francia: no menos desmurada y desguarnecida, ella, según frase de un elegante historiador. Con la falta de empuje del sentimiento común, no es mucho que el éxito y la gloria se alejasen del belicoso trance, aflictivo para esta capital, y que dejó trazadas líneas de sombra y luto en sus anales. Lastimó a la generalidad de nuestros compatricios, ya entibia-do el calor de los afectos políticos, y tras el padecer de todos, la suerte amarga de algunos individuos de la Junta nombrada por Gómez.

Después de ser arrastrados, por decepción y errores, en la carrera de la facción carlista, al tratar de salvarse, fueron apresados en una lancha frente a Algeciras, en sus aguas, el 28 de Noviembre, y juzgados en consejo de guerra. No sabemos, en verdad, que aquellos desgraciados señores hubiesen inferido a nadie agravio por hechos particulares fuera de la opinión, que les hizo figurar tristemente en la escena pública. De alguno de ellos que nos fué conocido por su grata sociabilidad e inofensivas costumbres, sorprendió el verle envuelto en tal aventura, por sospecharse antes su decisión política ni creerse tuviera parte en conjuras secretas. Circuló por acá un dictamen fiscal, dado en el Consejo de guerra, firmado en Cádiz en 18 de Enero de 1837, por don Pedro Menéndez Amaya.

Fué el Comandante general de Cádiz, que también lo hubo de ser en Córdoba, don Pedro Ramirez, anciano y arriscado militar, quien mandó formar este consejo. En él se hicieron cargos a los señores Sánchez del Villar y Pastrana, Canónigos de Córdoba, y al abogado señor Olalla Sánchez, por haber sido individuos de la Junta carlista, y seguirla en su retirada con caudales y papeles de su pertenencia, siendo presidente el primero y secretario el último. Se inculpó al Deán de haber aceptado tal presidencia, y en su ejercicio firmado proclamas, cuando pudo excusarlo, no presentándose, a ejemplo del Conde de Villanueva. Expusieron los acusados en su defensa haber sido compelidos por Gómez con pena de la vida y confiscación de bienes. Al dictamen fiscal que citamos no acompañan los documentos y defensas de los procesados, que pudieran atenuar el juicio de su criminalidad política, si bien se alude a la habilidad y sutileza del abogado defensor. Los tres que se calificaron de traidores, si se salvaron de la pena capital, fueron a arrostrar y abreviar una vida de dolor, a tres mil leguas de su patria, en inclemente suelo, en edad proyecta, desmedrada su salud y abrevado el corazón de acerba tristeza. Tal cúmulo de males y amarguras, sugiérenos nuevos argumentos para detestar las guerras civiles: esas lides fraternales y horrendas, en que la ley se subyuga a la iniquidad: jus datum sceleri, al decir de Lucano, nuestro inmortal compatricio.

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Referencias

  1. DE BORJA PAVÓN, F.Córdoba en 1836. Diario de Córdoba. 29 de septiembre de 1896
  2. Versión por V. de la Vega... del Velut agmine facto, qua data porta, ruunt

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